Salud Hernández-Mora
El Tiempo, Bogotá
Septiembre 27 de 2009
Son paracos. Una bandada de explotadores, de parásitos. Merecen su aciaga suerte. Algo así deben pensar las ONG, los organismos externos y ciertas embajadas, prontas a gritar su rechazo ante el planeta cuando alguno de los sectores sociales que santifican sufre las atrocidades de la guerra. Pero los ganaderos no están en su lista. Bueno, sí, en su lista negra.
Por eso no presiona para que los reparen y ni siquiera los consideran desplazados cuando huyen; ni fuerzan que declaren de lesa humanidad los crímenes que padecieron a fin de que no prescriban, ni protestan por una impunidad del 95 por ciento.
¿Dónde están los comisionados de la ONU exigiendo justicia para los 3.293 ganaderos que fueron asesinados, secuestrados y desaparecidos por todos los grupos terroristas y que Fedegán registra en una reciente publicación? Y no están todos los que son. Cientos siguen en el olvido.
Ganaderos hay de diversa ideología y condición social; es innegable que una pequeña parte conformó una alianza diabólica con el paramilitarismo. No lo hicieron, salvo excepciones, por instinto asesino ni por sevicia, ni siquiera por codicia, sino desesperados ante el abandono estatal de sus territorios. Pensaron que financiando ejércitos tan sanguinarios como sus enemigos, podrían aniquilar la plaga que los azotaba, una tesis monstruosa que luego pagarían incluso con la vida. El saberse despreciados por el Estado centralista podría ser un atenuante de su conducta inicial, pero en ningún caso la justificaba.
Como tampoco la cercanía de algunos con las Auc disculpó la persecución que contra ellos emprendieron las guerrillas. También en la UP había colaboradores y miembros de la subversión, gentes que apoyaban "todas las formas de lucha", que señalaron adversarios para que las Farc los mataran, y no por ello merecieron que les segaran la vida.
En el Epl tenían la consigna de que diez reses era acumulación de capital y su propietario, un legítimo objetivo militar. Eln y Farc secuestraron, extorsionaron y asesinaron a humildes ganaderos, no solo a los grandes, como la sociedad citadina piensa. A un conocido mío, que sólo tenía unos pocos marranos, nada de dinero, y que había cancelado el rescate por un familiar, lo raptaron. A una amiga, a quien acompañé a negociar en una vereda lejana, le quitaron cien reses, le obligaron a entregar otras cien a una persona que indicaron y le dejaron las cincuenta restantes. Y estuvo de buenas. El comandante confesó que habían planeado secuestrarla, pero permitió que se fuera.
A Julio Calderón, el primer ganadero plagiado en La Guajira, lo asesinaron y solo cinco años después su familia pudo recuperar sus restos tras largas e intensas negociaciones con la guerrilla. A Jorge Vila y a su hijo Jorge los asesinaron en Venadillo (Tolima), al intentar llevárselos. Al muchacho lo acribillaron a balazos por resistirse y al papá lo cargaron herido. Cuando se les murió, lo arrojaron a un río.
He escuchado con frecuencia en Bogotá, en tono indignante, que los ganaderos no pagaban impuestos, una de tantas falacias. Pagaban, y mucho, al Eln, Farc y Auc, a veces a los tres al tiempo, y hubiera sido el colmo que encima de no recibir protección alguna de las autoridades y tener sus propiedades casi abandonadas, trabajándolas a distancia para pagar vacunas y evitar males mayores, con mínimos beneficios, aún tuviesen que cotizar a la Dian.
Ser ganadero de Córdoba o del Cesar no es sinónimo de para-ganadero criminal. No son menos víctimas ni menos inocentes que los sindicalistas o los profesores asesinados y estigmatizados como guerrilleros. En esos gremios hay un puñado mínimo de culpables y miles de inocentes. Si queremos algún día reconciliarnos, dejar de decir Y-tú-más, de medir padecimientos, de echarnos en cara rencores y odios, deberíamos empezar por llorarlos a todos y recordarlos sin distingos.
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