Editorial
El Mundo, Medellín
Septiembre 28 de 2009
Colombia tiene que defender ese acuerdo, mientras el presidente Obama sigue sin definir con claridad su política hacia Latinoamérica
Como defensores de la alianza de Colombia con Estados Unidos para la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo, recibimos con interés la iniciativa del Pentágono de actualizar el convenio binacional de cooperación militar, que rige desde fines de los años cincuenta, a fin de fortalecer el combate a esos flagelos y la asociación entre los dos países. Creímos entonces que esa actualización fortalecía las iniciativas conjuntas a través de un programa en el que ambas naciones compartían esfuerzos y beneficios. Los desarrollos que estos acuerdos han tenido en los últimos meses y el endurecimiento de la opinión continental, han creado una nueva realidad que podría llegar a justificar del gobierno colombiano una revisión a su condición de aliado, sin dejar de mantener las mejores relaciones con el Imperio.
Desde que se formalizó la solicitud del acuerdo de utilización de las bases colombianas en forma conjunta por los dos países, Colombia ha tenido que librar duras batallas para defenderse de la violenta arremetida del presidente Chávez y sus amigos del Alba, que tuvo como último capítulo el discurso del coronel-presidente en Naciones Unidas, en la que con su usual virulencia arremetió otra vez contra nosotros. Intervenciones de esa índole son posibilitadas por la soledad con que Colombia tiene que defender ese acuerdo, mientras el presidente Obama sigue sin definir con claridad su política hacia Latinoamérica y los países más tibios dan saltos que les permitan no pelear con el coronel Chávez y no herir al gobierno Uribe.
Y es que después de que el Congreso estadounidense aprobara las inversiones para adecuación de la base de Palanquero y mejoramiento de aquellas donde el Ejército estadounidense podrá desplazar a sus efectivos, no hemos conocido intervención alguna del presidente Obama o la secretaria Hillary Clinton para defender esta acción que sería apenas una natural consecuencia de una verdadera alianza de los países. Es un hecho que recibimos apoyo de destacados líderes de opinión en el periodismo y la política, pero en cambio el silencio o la tibieza del gobierno y sus próximos, como el ex presidente Jimmy Carter, quien le señaló a El Tiempo que no estaba enterado sobre un acuerdo por el que no mostraba interés. Ello, a pesar de su rol en el Partido Demócrata y de su demostrado interés por jugar un papel determinante en la vida política de Latinoamérica.
La soledad de Colombia en la defensa de las bases nos obliga a concretar al presidente Obama, que no ha mostrado ningún empeño para defender su alianza con un país que se ha jugado por los intereses comunes. También llamamos la atención de nuestra Cancillería, que se empeña en su política exterior de bajo perfil, a pesar de que la timidez sólo le ha servido para que los gobiernos de Venezuela y Ecuador nos hagan una guerra económica bastante cercana al bloqueo comercial y para que el gobierno estadounidense nos convierta en únicos voceros responsables de una decisión que hemos entendido como parte del desarrollo de la alianza binacional, que tantos resultados satisfactorios ha ofrecido a los dos países, especialmente en materia de cooperación judicial y militar contra el narcoterrorismo, así como en la cooperación de las Fuerzas Armadas colombianas con las estadounidenses en el mundo.
Por invitación de la Otan, encabezada por Estados Unidos, la Policía colombiana ha entrenado a efectivos internacionales en Afganistán en acciones de desminado humanitario y lucha contra el narcotráfico y desde comienzos de este año, soldados colombianos apoyan las acciones de la Otan en el sur de ese país. Además, desde los años 70 participamos en la Fuerza de Paz en el Sinaí, apoyando a Estados Unidos como un aliado que asume costos y corre riesgos, en confirmación de su voluntad por mantener la cooperación en los principales frentes de interés binacional. Es razonable, pues, demandar ser tratados como los aliados que hemos demostrado ser.
Ante la falta de justa retribución del Imperio a su más firme aliado en Sudamérica, se impone que nuestra Cancillería analice dejar de soportar el peso de esa alianza, con sus costos militares, en términos de opinión y hasta económicos, para regresar a su situación de amigo de Estados Unidos en los foros internacionales. Tal viraje implicaría nuestro retiro de Afganistán y el Sinaí y, de persistir la situación, llegar a considerar una revisión del acuerdo para permitir el uso de bases militares colombianas por tropas estadounidenses. Y no significaría que dejáramos de apoyar a Estados Unidos con nuestro voto en la ONU y la OEA, así como en las instancias donde seamos requeridos, respondiendo a nuestra amistad histórica. Después de ofrecer toda su buena voluntad por la consolidación de su alianza con el Imperio y de experimentar su soledad frente a los demás países latinoamericanos, Colombia debe guiar el viraje que la libere de responsabilidades que asume sin tener contraprestaciones equitativas con el tamaño del sacrificio puesto en conservar al amigo.
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