lunes, 28 de septiembre de 2009

Las memorias de López

José Jaramillo Mejía

La Patria, Manizales

Septiembre 28 de 2009



El presidente Alfonso López Michelsen preparó durante largos años el recuento de su vida personal y política, en páginas manuscritas que su secretaria de muchos años, doña Cecilia (homónima de su esposa), transcribió de la caligrafía del estadista, que cada día era más insegura y temblorosa. Según instrucciones de López, sus memorias sólo podrían ser publicadas después de su muerte. El primer tomo, de más de 400 páginas, es un testimonio muy personal y familiar, en el que reseña los perfiles humanos de sus cercanos parientes, con énfasis en su padre, el presidente López Pumarejo, y su abuelo materno, don Carlos Michelsen, un millonario de origen danés, diplomático, científico y hombre de negocios, con quien López Michelsen tuvo mucha cercanía. Más que con su familia paterna, de la que los suyos habían tomado distancia desde la quiebra de Pedro A. López y Compañía, el abuelo paterno, quien fue a finales del siglo XIX y principios del XX el hombre más rico de Colombia. Tal fracaso económico algunos se lo atribuyeron a Alfonso López Pumarejo, razón por la cual se enfriaron las relaciones con su familia. Su hijo, en sus memorias, por supuesto, desmiente la hipótesis.


La insolvencia de los hijos de don Pedro A. no fue obstáculo para que los López Michelsen recibieran una esmerada educación en Europa, que especialmente el autor de las memorias aludidas aprovechó muy bien. Su hermano, Pedro, fue más lo que se gozó a las liberadas féminas francesas y suecas, tan distintas de las mojigatas bogotanas. De esa formación europea provino la inmensa cultura de quien por muchos años “puso a pensar al país”, cada que emitía una opinión sobre cualquier tema, pues ninguno era ajeno a su conocimiento.


La verdad es que se esperaba más de las memorias de López y lo que se consignó en ese primer tomo tiene un tufillo pretencioso, muy propio de los cachacos de alcurnia, para quienes Colombia era Bogotá, y más allá de Puente Aranda, el Chicó y Monserrate no había sino selva, indios y campesinos mugrosos. Esa idea se mantuvo hasta cuando la capital se pobló de inmigrantes de todas las regiones del país, que terminaron por superar en población a los mismos rolos.


No corresponde a la altura intelectual del estadista memorioso la descripción en detalle de cosas tan intrascendentes como su prolongada virginidad, que preocupaba a su papá, un hombre de mucho mundo, por lo que empujaba a su hijo para que se atreviera con las damiselas con las que el viejo, perro viejo, sabía que iba a la fija. Ni la narración detallada de sus frustrados noviazgos, con asistencia profesional de eminentes sicólogos, lo que para muchos puede resultar esnobista.


Quedamos pendientes de la segunda parte de las Memorias del estadista, con la esperanza de que entre en materia con la historia política colombiana e internacional del siglo XX, de la que fue protagonista de primera línea, porque la primera fue, en buena parte, una reseña de chismes de costurero santafereño.

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