Por Eduardo Ulibarri*
El Heraldo, Barranquilla
Septiembre 26 de 2009
Brasil, Colombia y Venezuela son el pelotón de punta en la carrera armamentista latinoamericana.
Pero cada uno sigue modelos muy distintos en su estrategia de crecimiento militar. Ninguno es esencialmente bueno. Todos suponen riesgos. Sin embargo, hay que explorarlos con sentido de realidad para entender su ‘lógica’ y ponderar sus verdaderos efecto.
La apuesta brasileña es de largo plazo. No responde a la percepción de un desafío actual y preciso, ni la dispara la amenaza directa de algún vecino, aunque el armamentismo venezolano genera preocupación.
Su horizonte es de futuro, y se vincula con un creciente protagonismo –y reconocimiento– de Brasil como potencia media de proyección global; el único país latinoamericano que aspira a ese papel.
Los multimillonarios contratos suscritos con Francia no solo responden al deseo de equiparse con tecnología de punta (submarino nuclear incluido).
Para Brasil, la inversión bélica es consustancial con sus objetivos políticos y económicos. Forma parte de un “proyecto país”, que también incluye la inminente explotación de sus fantásticos yacimientos submarinos de hidrocarburos.
En las alianzas público-privadas que contemplan ambos planes (el petrolero y el militar), los conglomerados locales de diseño, ingeniería, energía, aeronáutica, siderurgia y construcción cumplirán tareas esenciales y garantizarán su crecimiento bajo tutela oficial.
Para Colombia, en cambio, el incremento del potencial armado tiene un carácter más circunstancial. No forma parte de una visión nacional profunda. Es la respuesta inevitable ante un agudo problema local con repercusiones hemisféricas: el narcoterrorismo y sus irradiaciones; una decisión esencialmente reactiva.
El papel de Estados Unidos como proveedor de financiamiento, armas, entrenamiento y logística, y como usuario de siete bases colombianas, está claramente enmarcado por ese objetivo.
Suponer que forma parte de un esquema expansionista o de una visión bélica de largo aliento es una simple fantasía ideológica. Desconoce la especificidad del Plan Colombia y los límites impuestos por el Congreso en Washington, siempre receloso del uso que pueda darse a sus aviones, helicópteros e informes de inteligencia.
El armamentismo venezolano es otra cosa. Su objetivo es dar músculo a la opción político-ideológica del presidente Hugo Chávez, un proyecto autoritario hacia adentro, intervencionista hacia afuera y enmarcado en delirios hegemónicos.
Su dimensión interna se orienta a alimentar grupos armados paralelos, afines al régimen, mientras corteja a las Fuerzas Armadas, más institucionales, con sofisticados juguetes bélicos.
La externa, además de fortalecer su turbia alianza estratégica con Rusia, como aguijón en el ‘traspatio’ estadounidense, pretende convertir a Venezuela en un foco de irradiación militar en el entorno regional.
Este elemento es el cuarto pilar de una estrategia en la que el Alba es el sostén político, Petrocaribe el económico y el Congreso Bolivariano de los Pueblos el informal y ‘social’.
De los tres modelos armamentistas, el venezolano es, por mucho, el más inquietante. Forma parte de un proyecto claramente antidemocrático, sin controles internos ni contenciones externas. A ello se añaden los nexos de Chávez con Irán, Siria y Libia.
Cada una tiene justificaciones: más urgentes las de Colombia; menos convincentes, aunque más sofisticadas, las de Brasil. Pero ambas, junto a la amenaza venezolana, son inevitables detonantes de inquietud en el entorno regional.
Países como Argentina, Chile, Ecuador y Perú tienen derecho a ponderar los tres modelos con creciente alarma. Por esto, la carrera armamentista latinoamericana ya luce incontenible.
*Analista político costarricense-cubano.
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