Sergio De La Torre
El Mundo, Medellín
Septiembre 27 de 2009
Más que jurídica es política la batalla que hoy se libra en la Corte Constitucional alrededor del referendo. En Colombia, por tradición, lo jurídico es el ropaje o la disculpa que adoptamos cuando las circunstancias lo requieren. Cada gran crisis trae su remedio, es decir, su tipo específico de enmienda constitucional.
Lo que ayer resultaba plausible hoy se deniega por imposible. En 1990 se saludó la “séptima papeleta” como el mecanismo idóneo para abrir la democracia y ampliar la participación ciudadana en el quehacer político. Se citó a una asamblea constituyente evadiendo las duras condiciones que la Carta del 86 vigente y el plebiscito del 57 prescribían para acometer cualquier reforma seria del Estado que arrancara de una previa consulta al elector primario. Fueron los amigos del presidente Gaviria quienes propusieron la papeleta antedicha. Idéntica, por cierto, a la que luego el presidente Zelaya quiso añadirle a las elecciones hondureñas para autorizar su reelección y que le ocasionó la destitución por parte de la Corte y el Congreso. Lo cual mereció el aplauso de todo el mundo, incluido nuestro ilustre ex mandatario.
En el año 90 la Corte convalidó ese procedimiento irregular que suplantaba al Congreso y propiciaba su ulterior disolución a manos de un organismo elegido por solo 3 millones de votos, y antes viabilizado aún por menos: apenas 2 millones habían sufragado por su convocatoria. Ello transgredía, en toda la línea, la normatividad vigente. Peor aún: fue un golpe de estado perpetrado desde el poder mismo y legitimado por la Corte, para complacer al M-19 y grupos afines que se habían reinsertado y querían abordar, ya por las buenas y desde arriba, el aparato institucional.
El referendo de ahora, en cambio, apoyado en 4 millones de firmas, se descalifica a priori, así logre el umbral o mínimo de votos exigido, dado el caso de que se realice a comienzos del año próximo.
Somos veleidosos y mutables nosotros, como nadie en América. Lo que antes fue válido para alguien, hoy no lo es. Insisto entonces en que cada coyuntura se juzga distinto aunque su protagonista sea el mismo que hoy se rasga las vestiduras por lo que ayer, sin embargo, estimaba sano y bueno. Cuando, por vía de comparación, se le recuerda al doctor Gaviria lo que hizo o dejó de hacer en el 90, guarda silencio. Tampoco ha podido explicar por qué, en unión del ex presidente Carter (más despalomado ahora que cuando despachaba en la Casa Blanca) y a nombre de la OEA, legitimó el fraude hecho por Chávez al referendo que decidía su continuación en el poder. El escrutinio fue alterado en forma tal que toda la prensa del mundo pudo verlo y comprobarlo, mientras merecía la aprobación del muy tímido y cauteloso secretario de la OEA, a quien precisamente antes el presidente venezolano había ultrajado de palabra, como es su costumbre.
Es de ver lo bravo, digno y puntilloso que se muestra Gaviria ante cualquier contrariedad en Colombia. Cosa que lejos de censurársele se le respeta, sin que por ello duela menos lo que por culpa suya y de carácter perdieron Venezuela y Colombia con la bendición celestial que se le impartió a Chávez cuando, perdido en las urnas, falseó el resultado para atornillar una satrapía, que ya se tornó irreversible en el mediano plazo, o por décadas enteras, a juzgar por el modelo cubano que a marchas forzadas allá se está imponiendo.
El liderazgo político de antes en Colombia debe responder por muchas cosas. Mal puede eludir su responsabilidad por los tremendos, costosísimos errores cometidos en el pasado inmediato. Como ése del silencio medroso frente a Chávez cuando más había que denunciarlo para frenar sus desmanes y malograr su designio de implantar una dictadura vitalicia (rara mezcla de castrismo y fascismo que solo puede caber en la cabeza de un megalómano delirante y desbocado, en este trópico tan dado a las altas temperaturas, los zancudos y las epidemias). No olvidemos que este personaje hoy en día es la gran amenaza que se cierne sobre nosotros: apunta directamente a la estabilidad institucional y, lo que es peor, así parezca inverosímil, a la integridad territorial de Colombia. De la comedia a la tragedia no hay sino un paso.
El otro error garrafal, que precedió a éste, fue el del Caguán que casi nos escinde con la aparición de una nueva república en el suroriente del país, aupada por Venezuela. Los autores de tales estropicios y de otros más cuyas consecuencias estamos pagando y pagaremos en el futuro, en verdad no tienen mucho juego en la política. Así lo dicen las encuestas y se palpa en la calle. No valen ahí los méritos propios, los del ex presidente Gaviria verbigracia, que nadie discute. O la buena fe conque se obró. Lo que cuenta, y cobra la sociedad, es el resultado final de una conducta, así haya sido inducida por el miedo o la extrema candidez, que nos acompaña a todos los mortales pero le está vedada a los jefes de Estado y a los representantes de organismos internacionales de tanto peso como la OEA.
Estos episodios y referencias de arriba los traigo a cuento porque conectan con el tema del referendo, con sus mentores y detractores. Y con lo que está sucediendo y sucederá en las altas cortes. Particularmente en la Corte Suprema, adonde se trasladó el centro de gravedad de la oposición política, dada la inepcia esencial de los partidos y de sus jefes, impedidos por sus antecedentes y por sus insalvables contradicciones para ejercerla eficazmente. Por lo pronto, y a mucho honor, sigo siendo un liberal sin disciplina ni cabestro. Tanto que hoy votaré en la consulta interna no por el candidato del ex presidente sino por otro, Aníbal, que lleva su apellido y es una gran promesa de Antioquia y Colombia.
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