Editorial
El Tiempo, Bogotá
Octubre 1 de 2009
Después de luchar contra el imperio británico y el imperio japonés, al acercarse el meridiano del siglo XX la China padecía una larga guerra civil entre el Partido Nacionalista de Chiang Kai-shek y el Partido Comunista de Mao Zedong. En abril de 1949, más de un millón de soldados de Mao vencieron finalmente a sus enemigos y Chiang huyó a la isla de Taiwán. El primero de octubre, ante 100.000 personas, proclamó en la emblemática plaza de Tiananmen el nacimiento de la República Popular China (RPCh). No hubo discursos grandilocuentes, pero sí contundentes consignas.
La fecha se celebra cada año de forma solemne (al banquete acuden 5.000 personas, según un ex embajador colombiano) y cada década en forma especial; pero las fiestas de hoy serán particularmente grandiosas. Se cumplen los 60 años de la RPCh, y el momento histórico anticipa la implantación de China como superpotencia mundial. Recuperada de la crisis económica global antes que los demás países, alentada por sus avances tecnológicos y su extendida influencia por el mundo merced a la filigrana diplomática, Beijing exhibirá hoy su importancia y su músculo militar. Una gran parada de aviones, tanques, cañones, misiles y otras armas, acompañada por 5.000 de los 2,3 millones de soldados chinos, mostrará, según el Gobierno, "nuestra modernización militar y el enorme cambio en nuestro poderío tecnológico". Miles de policías cuidarán que ninguna protesta desluzca el gran desfile, y una escuadrilla aérea especial alejará la lluvia con "catalizadores ecológicos".
Tiene razones la China para sacar pecho. Hace medio siglo era un país paupérrimo víctima de humillaciones y de hambrunas. En un comienzo, el nuevo régimen no lo hizo mucho más rico, pero sí más igualitario. Todo cambió hace 30 años, cuando, muerto Mao (1893-1976), tomó las riendas del poder el pragmático Deng Xiaoping (1904-1997). Deng entendió que solo la fuerza del mercado podría sacudir una economía rezagada y filtró valores capitalistas en la paquidérmica producción centralizada. Despegó así el país y marcó el camino que ha llevado a la China a ser la tercera -y pronto, la segunda- economía del mundo. La comparación con aquella nación feudal del 49 es impresionante. Los 540 millones de habitantes de entonces son ahora 1.300; el otrora estancado crecimiento económico ronda en los últimos lustros el 10 por ciento; mientras otros aún atraviesan el desierto de la crisis, China crece al 9 por ciento; la expectativa de vida se ha duplicado y los 120.000 colegiales de 1949 son ya más de 20 millones. Así las cosas, no pocos economistas se preguntan si salvará China al planeta.
Con todo, conserva perfiles tercermundistas: su ingreso per cápita es de 6.000 dólares, comparado con 5.400 de Colombia y 39.000 de Estados Unidos; su Producto Bruto apenas llega a un tercio del estadounidense. Los avances de su economía contrastan con la artrosis de su sistema político, que sigue siendo monopartidista, represivo y antidemocrático. Si bien la burocracia china está mucho mejor preparada que antes y los líderes son más abiertos que los rudos campesinos que acompañaron a Mao, su organización política está anquilosada y no tolera disidencias. Así lo demostró en sus recientes tensiones con minorías étnicas y la opresión de los ciudadanos que piden más libertad, según el trágico ejemplo de la matanza de Tiananmen en 1989.
Pero el mayor obstáculo para que se le reconozca como par global de Estados Unidos es un mal que aqueja a ambos: sus atropellos a la naturaleza. Entre los dos producen el 40 por ciento de los gases contaminantes del planeta, y ninguno quiere comprometerse en metas de reducción. En el siglo XXI, cualquier aspirante al liderazgo mundial tiene que serlo también en materia ambiental. Y China, en esta materia, continúa casi en 1949.
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