Sergio Muñoz Bata
El Tiempo, Bogotá
Octubre 7 de 2009
Abandonada a su suerte por el presidente que la empezó, la guerra en Afganistán se ha vuelto la primera gran prueba de fuego de la política exterior del presidente Barack Obama. A ocho años de iniciada, "la guerra en Afganistán ha entrado en una trayectoria preocupante", según ha dicho el secretario de Defensa, Robert Gates. Para los militares que dirigen la guerra, en lo que va del 2009, la intensificación de la insurgencia talibán ha disparado los niveles de violencia en el país un 60 por ciento más en relación a la que se vivió el año pasado.
Este resurgimiento de la violencia ha traído un aumento del número de combatientes muertos. A la fecha, casi 600 soldados norteamericanos han muerto en Afganistán. Pocos si comparamos la cifra con los 58.000 que murieron en Vietnam, pero demasiados para una opinión pública que ya empieza a manifestar su oposición a la guerra.
El gran dilema de Obama es cómo responder a la petición hecha por los altos mandos militares para que autorice el envío de 40.000 soldados más para reforzar a los 68.000 que hoy pelean en aquel país, y a los casi 40.000 soldados provenientes de países que forman la coalición internacional.
Políticamente, el problema de Obama es cómo explicarle a la ciudadanía su posible rectificación a la caracterización que hizo durante su campaña presidencial de las dos guerras en las que el país está metido. En ese entonces, Obama definió la de Irak como una guerra de "elección" de su antecesor, al tiempo que definía la de Afganistán como una guerra "necesaria".
Manteniendo una de sus promesas, el presidente ha planteado, discutido y decidido el retiro de tropas de la guerra por capricho en Irak y sólo falta encontrar la fórmula responsable de hacerlo. Lo que ahora le toca decidir es cómo, dónde y de qué forma habría que pelear la guerra "necesaria" contra Al Qaeda y los talibanes.
El consenso entre los militares y el Secretario de la Defensa es que la guerra en Afganistán no se puede ganar haciendo las cosas a medias. Según ellos, además del envío de refuerzos, sería necesario adoptar una estrategia a largo plazo, hablan de un compromiso mínimo a diez años; habría que autorizar un gasto militar de gran envergadura al que nadie le pone una cifra, y habría que aceptar que el número de muertos seguirá en aumento.
Frente a este planteamiento, la gran pregunta que Obama debe responder es: ¿qué es lo que E.U. recibiría a cambio de todo este sacrificio? Antes de darle al Pentágono todo lo que este le pide, Obama debe convencer a la ciudadanía que continuar la lucha en Afganistán es parte imprescindible de la seguridad nacional; que combinando la fuerza con la razón, E.U. puede hacer de Afganistán una nación democrática, con instituciones funcionales capaces de eliminar la corrupción y el narcotráfico que, hasta hoy, son activamente promovidos por las más altas autoridades afganas.
También debe explicarle a la gente en qué se basa para pensar que Estados Unidos puede hacer lo que los ingleses primero y los rusos después fueron incapaces de lograr después de eternas ocupaciones del país en cuestión.
Y como eso es imposible, Obama debe reevaluar su estrategia en Afganistán para reducir paulatina y responsablemente la ocupación militar norteamericana en ese país. Estados Unidos tiene a su alcance un sinfín de recursos tecnológico-militares que le permitirían defender la seguridad nacional sin tener que exponer la vida de sus jóvenes soldados.
Y en lo referente a la política interna, a Obama le convendría revisar la historia para ver cómo la guerra ha sido el antídoto más eficaz para descarrilar los grandes movimientos reformistas que ha tenido el país. La Primera Guerra Mundial acabó con el movimiento progresista; la Segunda Guerra Mundial con el Nuevo Trato de Franklin Delano Roosevelt y Vietnam enterró el programa de la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Si Obama quiere dejar su huella en el país, debe empezar cortando por lo sano en Afganistán.
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