Editorial
El Espectador, Bogotá
Octubre 22 de 2009
La vigencia de la Sentencia T355, que reglamentó en 2006 el aborto en Colombia, en circunstancias especiales, no impidió que un entramado de entidades médicas, administrativas y judiciales de la ciudad de Cúcuta truncara el derecho al aborto de una niña de 13 años, víctima de una violación.
Pese a la difusión de la sentencia y a los avances en su regulación, la niña y su madre enfrentaron un sinnúmero de obstáculos. Desde las negativas de la EPS Coomeva, a la que la niña estaba afiliada, hasta las refutaciones religiosas de un juez de la República y las objeciones de conciencia del Hospital Erasmo Meoz, una sucesión de desacatos hicieron de un proceso de por sí trágico y doloroso, una carrera de humillaciones.
Dos fallos de tutela y cinco objeciones de conciencia después, la interrupción del embarazo, que ya llegaba a la duodécima semana de gestación, fue imposible. Y aunque cada uno de los impedimentos que enfrentaron madre e hija merece capítulo aparte, todos tienen un común denominador: el choque de la norma con la tradición y la religión.
Mientras los argumentos expuestos por el hospital y el juez apelan a principios religiosos, reacciones como la de la enfermera de Coomeva —quien culpó a la niña de la violación por “abrirse de piernas a un hombre”— evidencian prejuicios dignos de una cultura abiertamente machista. En este caso, como en muchos otros, la aplicación de una ley que en su cumplimiento riñe con algunos sectores de la sociedad, requiere un trabajo adicional por parte de los magistrados.
La Sentencia T355 sobre despenalización del aborto, proferida hace ya algunos años, no marcó una revolución en las pautas y patrones de conducta de los colombianos. Promovió, sí, una aproximación gradual al tema del aborto para circunstancias delicadas sobre las que existe un consenso general: cuando hay peligro para la vida o la salud de la mujer, si se certifica una grave malformación del feto y en casos de violación. Como algunos colegios, hospitales y jueces se rehúsan a acatar el dictamen de la Corte Constitucional, su intervención de ahora es bien recibida.
Por esto no se debería sino aplaudir la decisión que, en sentencia expedida durante esta semana, proporciona tres meses a los ministerios de Educación y de la Protección Social para que, “de manera pronta, constante e insistente”, diseñen un plan nacional de promoción de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en los que se incluya la histórica sentencia. La información, esencial para quebrar el cuello de botella que impide que las mujeres ejerzan libremente sus derechos, deberá proporcionárseles a los estudiantes en “términos sencillos, claros e ilustrativos”.
Una decisión afortunada y necesaria que generó los reparos de rigor. “Los educadores católicos no vamos a enseñar eso”, afirmó el Secretario General de la Conferencia Episcopal. “No se puede permitir que el aborto se convierta en un método de planificación”, respondió en ataque de desconfianza hacia las mujeres el Ministro de la Protección Social.
Es apenas normal que se presenten reticencias en todo proceso de transformación cultural. Pero cuando, como en este caso, ha habido un espacio de tiempo para la socialización gradual de la norma e impera un principio de obligatoriedad en su aplicación, no hay excusa válida ni relativismo al que pueda apelarse. Los colegios son responsables de la educación, que es en últimas en lo que la Corte Constitucional desea impactar; los hospitales, más allá de las objeciones de conciencia de algunos de sus doctores, prestan un servicio público; y los jueces están obligados a tomar decisiones con base en la ley.
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