domingo, 11 de octubre de 2009

El por qué de la debacle del PDA

Sergio De La Torre

El Mundo, Medellín

Octubre 11 de 2009

Con ocasión de la reciente consulta electoral, hizo crisis la pertinaz y enfermiza ambivalencia del Polo. O, para ser más precisos, sus contradicciones internas, que son aparentemente insolubles pues lo que separa a sus dos alas no es fácil de transar.

Los moderados y los radicales pueden entenderse cuando, congregados en torno a unos objetivos mínimos, identificables, hablan un lenguaje común y ejercitan la democracia adentro, a partir de la libre discusión de las opciones, los diagnósticos y las propuestas. Discusión que siempre se resuelve reconociendo el legítimo predominio de la mayoría pero también respetando a la minoría y valorando sus aportes. O sea sin anatemas para el vencido en la puja de la tendencias.

Así operan y por eso triunfan las coaliciones de centro–izquierda que hoy están de moda en América Latina. Al menos la mayoría de ellas, que respetan la alternancia y el relevo en el poder, no aherrojan al adversario y profesan el ideal democrático sin cesarismos, demagogia populista y asistencialismos pasajeros.

Verbigracia, las de El Salvador, República Dominicana, Brasil, Uruguay, Chile y Paraguay, donde gobiernan gracias a la flexibilidad y tolerancia con que ventilan y dirimen sus desacuerdos. Y gracias también a que no renunciaron a su carácter de coaliciones y en lugar de cerrar sus puertas se las abrieron de par en par a todos los sectores del centro político y de las clases medias que se sintieran atraídos o interpretados.


Tales alianzas entonces pueden existir y coronar sus metas sin perjuicio de que los partidos que las integran se conserven y mantengan su fisonomía.

Empero, Colombia parece ser la excepción: la coalición aquí no solo flaquea y no crece, sino que difícilmente conserva lo logrado en los últimos comicios locales y nacionales. La razón es clara: hay dentro del Polo unos partidos que inconscientemente, o a plena conciencia, se empeñan en transmitirle a los demás sus taras y vicios propios, con los que nacieron y de los cuales no pueden curarse porque son congénitos e irredimibles. Los comunistas por ejemplo, que solemos denominar “mamertos”, militantes de un partido cerrado, selectivo, donde se castiga el disenso con la purga o expulsión, donde todo se ve blanco o negro sin reconocer el gris y demás matices intermedios, que abundan en la vida y en la política. Un partido que semeja una iglesia por el silencio que ronda y la disciplina conventual que allí rige. Tan peculiar ella que hasta se practica la “autocrítica”, que no es otra cosa que una autoflagelación inducida, y en público. Dado su gusto por el aislamiento y la penumbra – de donde deriva sus mañas y actitud de secta religiosa – dicho partido tiende a la hegemonía o dominación del conjunto, aún a costa de que se afecte la armonía que debe reinar entre los socios. No importa su condición minoritaria y su pobreza electoral, que nunca le preocuparon mucho. La minoría disciplinada, actuando como un monolito, resulta siempre más eficaz, con su labor de zapa, que la mayoría informe. Y si cuenta con la complicidad de otras minorías, afines en su intransigencia y dogmatismo, en su rigor al hablar y al obrar, como el Moir, terminarán ambas compartiendo el timón de la nave. Al lado de ciertas federaciones sindicales cuya dirigencia también recela de las personas y sectores que vengan no de la izquierda sino del centro, como Maria Emma Mejía, los intelectuales, etc, a quienes se tiene por “compañeros de viaje”, o idiotas útiles. Y a quienes se recluta en el camino para aprovecharlos mientras adornan, y alejarlos luego por incómodos e inútiles.

Esos partidos, pequeños pero fuertes, nunca podrán entender que para progresar es menester abrirse, sonreír e integrarse en orden a compartir tanto las cargas como los frutos. Desde un comienzo, fieles a la costumbre, quisieron convertir el Polo (violentando su propia composición, harto heterogénea, y esa saludable, vivificante diversidad de las fuerzas que lo conforman) en un partido idéntico a ellos mismos, que replique sus resabios, métodos y estilo. Y eso es lo que lo tiene reventado. Una coalición no puede funcionar como un partido.

Por las razones precedentes, y otras, no logramos entender que un hombre como Carlos Gaviria, cultor insomne del constitucionalismo moderno (que no es mas que la consagración de las reglas de la civilización política y la democracia liberal en la sociedad actual) acabe confundido – y gloriosamente incinerado acaso – con personajes como Robledo (terco e insidioso cual monje medieval) o el indescriptible Wilson Borja. Tan opuestos ellos a su talante de humanista libertario.

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