Por Ernesto Yamhure
El Espectador, Bogotá
Octubre 1 de 2009
El paroxismo es consubstancial a la política electoral, sobre todo en la recta final de las campañas cuando los candidatos echan mano de todas las herramientas a su alcance —así algunas de éstas sean ilegítimas— para ganarse el favor de los electores.
La publicidad negativa hace parte del menú de opciones. Una experta en marketing electoral, la española María José Canel, quien fue asesora de José María Aznar, asegura que las estrategias divisionistas de las campañas no siempre tienen un resultado favorable para quien las adelanta.
Razón simple hay detrás de aquello. Los electores, que no son tan ingenuos como algunos piensan, perciben que detrás de las manifestaciones negativas hay una demagogia agresiva que emboza el desespero por alcanzar el poder, al costo que sea.
Concluye Canel que “son candidatos ganadores aquellos que utilizan afirmaciones más positivas que negativas; y perdedores los más negativos que positivos”.
Así comenzamos a comprender por qué fracasaron los partidos de oposición el pasado domingo, independientemente de que en los cuarteles generales del liberalismo y del Polo anden diciendo que el resultado fue positivo.
El odio fue la constante de aquella campaña. Los electores fueron invadidos con montones de consignas contra el uribismo y, por supuesto, contra la reelección. Las mayorías, que en efecto quieren un tercer período, lo resintieron y los militantes de aquellas colectividades se sintieron frustrados.
Rafael Pardo se declara ganador, pero ¿de qué? Mirémoslo a la luz de los números. En la consulta 2006 el Partido Liberal obtuvo 2’462.248 votos, de los cuales 526.298 fueron para Pardo, quien perdió. El pasado domingo, este mismo aspirante alcanzó la victoria con el favor de 376.739 ciudadanos.
Dicen que una cosa es la consulta, donde, según ellos, la participación es menor y otra muy diferente son las presidenciales. El argumento no es en absoluto convincente y me remito a las elecciones de 2006 para elegir Presidente de la República. Revisando aquellas cifras, encontramos que Serpa quedó de tercero con 1’404.235 votos, un millón menos del total que dos meses atrás había conquistado el liberalismo en su designación como candidato. ¿Al fin en cuál de los dos certámenes la participación es mayor?
No hay que darle muchas vueltas al asunto. Tanto el Polo Democrático como el Partido Liberal se equivocaron con los ciudadanos. Ambas colectividades creyeron que metiéndole miedo a la gente conquistarían millones de votos y, por supuesto, el tiro les salió por la culata.
Carlos Gaviria se consagró al fortalecimiento de su núcleo fundamentalista. Supuso que aceitando sus filiales relaciones con los comunistas y con otros sectores radicales le bastaría para triunfar. Acompañó su estrategia con una campaña publicitaria en la que, básicamente, decía que el nuestro es un país indecente y que él, como paradigma de los buenos modales, sería el gran salvador. Cerraba sus cuñas con una consigna inmadura y hasta ridícula que, palabras más palabras menos, decía que la reelección es nociva para la salud democrática.
Los liberales, por su parte, giraron en torno a la manguala que debía configurarse para hacerle frente al cada vez más claro tercer período del presidente Uribe. No se oyeron propuestas atractivas en materia de empleo, salud, vivienda, educación y mucho menos sobre el manejo que se le daría al terrorismo y al narcotráfico, fenómenos coadyuvados por los mandatarios de Ecuador y Venezuela.
Lamentable que la oposición haya desaprovechado ese escenario democrático para hacer política de la grande y se haya dejado seducir por la nefasta estrategia del odio.
Falta que le saquen el cuerpo a la responsabilidad que les cabe y le adjudiquen al uribismo la culpa de su mísero resultado en las urnas.
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