Eduardo Herrera Berbel
El Colombiano, Medellín
Octubre 23 de 2009
Una inquietud que se plantea con frecuencia en los círculos de la academia y en los grupos de especialistas sobre el conflicto colombiano, es si vivimos un tránsito o estamos ya en el posconflicto. Al respecto, algunos afirman que estamos en el posconflicto y fundamentan su opinión en los excelentes resultados de la seguridad democrática y la afectación estratégica que la acción sostenida de la Fuerza Pública ha producido en los grupos guerrilleros y estructuras terroristas. Además, la disminución en los indicadores de violencia, así como los avances en control territorial y la presencia más efectiva del Estado, contribuyen a percibir que la seguridad dejó de ser la mayor preocupación, y que ahora el problema del colombiano común es de orden social y de equidad.
Sin desconocer los niveles de seguridad y convivencia alcanzados, algunos otros nos atrevemos a plantear con gran preocupación que más bien, lo que se está dando en Colombia es la aparición de un nuevo escenario multicriminal, con profundas implicaciones para la seguridad y convivencia, que demanda una pronta caracterización y la formulación de nuevas estrategias, antes de que esta amenaza se convierta en el principal desafío de la política de defensa y seguridad democrática, en un futuro estadio del posconflicto.
Este nuevo fenómeno criminal tiene sus características que van más allá de la tesis simplista de que corresponde a la tercera generación de paramilitares. Estas bandas criminales poseen una estructura sólida que desestabiliza el orden público nacional; son ajenas a cualquier amago de componente ideológico o político; no manejan algún tipo de mensaje contrainsurgente; tienen poco interés en el cogobierno local o regional y de continuar, de alguna manera, el trabajo político de las autodefensas desmovilizadas; no confrontan al Estado; manifiestan un interés económico-criminal, acompañado de la depredación de fuentes de riqueza, y el control de actividades ilícitas basadas en el comercio ilícito de drogas. Por supuesto que apelan al uso de la violencia y al conocimiento del terreno, para generar terror en la población civil e intimidar y corromper a los sectores sociales, económicos y hasta agentes del propio Estado.
Otro flanco del fenómeno se relaciona con las alianzas criminales con grupos terroristas y guerrilleros; utilizan mano de obra calificada de los desmovilizados de antiguos grupos de autodefensas que no han encontrado en la reintegración un tránsito armónico y productivo en una sociedad que, en ocasiones, es apática y los rechaza en el marco de un proceso de reconciliación. Es un fenómeno criminal con una dinámica de expansión y crecimiento, que acompaña la nueva configuración del mapa del narcotráfico y no a la lógica de la guerra.
En suma, el Estado no está al frente de un fenómeno criminal de poca monta. Se trata de organizaciones al margen de la ley, en proceso de articulación que afectan a la población y utilizan métodos sistemáticos. Están fuertemente armados, y si bien sus mandos rotan con frecuencia, disponen de una capacidad manifiesta para realizar actos criminales.
¿Qué hacer frente a este nuevo desafío en la seguridad de los colombianos? Hay que entender que se trata de un fenómeno de tipología criminal diversa, cuyo carburante sigue siendo el narcotráfico y que, para el Gobierno nacional, es imperativo formular una estrategia de seguridad integral que anticipe la consolidación del escenario multicriminal descrito.
Avanzar hacia el posconflicto es una indeclinable meta de unidad nacional que demanda del Estado con la solidaridad de todos, neutralizar esta amenaza transnacional, cuyas bases criminales no deben asentarse en Colombia.
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