Editorial
El Tiempo, Bogotá
Octubre 10 de 2009
No cabe duda de que el primer sorprendido con el anuncio de que se confería el Premio Nobel de la Paz a Barack Obama fue el propio inquilino de la Casa Blanca. De hecho, ayer dormía muy tranquilo cuando uno de sus asesores lo despertó para darle la noticia. El presidente estadounidense no figuraba en ninguna de las más trajinadas listas de candidatos, donde sí estaba, por ejemplo, la senadora colombiana Piedad Córdoba. Sin embargo, como ha sucedido en anteriores ocasiones, la comisión encargada de otorgar el premio optó por lo inesperado y proclamó que el 10 de diciembre entregará en Oslo al mandatario la placa y el cheque por 1,4 millones de dólares que corresponden al galardón.
Solo otros tres presidentes estadounidenses lo habían obtenido: Teodoro Roosevelt, en 1906; Woodrow Wilson, en 1919, y Jimmy Carter, en el 2002. Se trata de una circunstancia no exenta de paradojas, pues el primero fue un guerrero que no dudó en invadir países soberanos en su vecindario, y, en cambio, no obtuvo el premio Franklin Delano Roosevelt, que enfrentó con éxito la amenaza nazi durante la II Guerra Mundial y salvó con su apoyo la suerte de Europa.
El comité, que en esta única categoría no es sueco sino noruego, distinguió al mandatario norteamericano "por sus esfuerzos extraordinarios para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos". Añadió a tal virtud sus esfuerzos "en la perspectiva de un mundo sin armas nucleares", su "papel constructivo" para enfrentar los desafíos del cambio ambiental y, en general, haber creado "un nuevo clima en la política internacional" al enmendar los desvíos que apartaron a Estados Unidos de las Naciones Unidas y otras instituciones internacionales.
Sin restar el menor mérito a los muchos que ha demostrado Obama, y que celebramos gustosos, parece un poco precipitado que, cuando apenas lleva ocho meses largos en el poder, el Instituto Nobel le extienda un reconocimiento reservado a obras de gobierno más consolidadas. No cabe duda de que el ex senador ha marcado un importante giro en las relaciones internacionales, sobre todo en comparación con su belicoso antecesor. Pero sus metas todavía pertenecen al territorio de las esperanzas y deben derrotar poderosos obstáculos. Citemos tres: posiblemente se verá forzado a enviar más tropas a la cada vez más larga y degradada guerra en Afganistán; por otra parte, tendrá que controlar a Corea del Norte e Irán, que no ceden en sus pretensiones nucleares; por último, es incoherente combatir el cambio climático sin fijar a su país límites concretos en la emisión de gases contaminantes que se negociará pronto en Copenhague.
El propio Obama, cuya fama de buen orador corresponde a un agudo sentido de la oportunidad, ha reconocido en la declaración en que agradece el premio que, más que a él, la distinción aplaude una visión que refleja la vocación de su país por liderar un mundo mejor. Así, propone a todas las naciones "un llamado a la acción" para enfrentar los desafíos que plantea el siglo XXI. Luego de enumerar algunos de esos retos, entre los que se halla "un nuevo comienzo para personas de distintos credos y religiones", el galardonado reconoce que muchos de los problemas no podrán resolverse a lo largo de su administración y otros ni siquiera a lo largo de su vida. Pero el mensaje es que "podrán solucionarse" si unen sus esfuerzos los ciudadanos del mundo.
Reiteramos nuestro entusiasmo por la buena voluntad del presidente Obama, expresada de tan articulada manera en su intervención. Pero entendemos que lo que en realidad quiso Oslo fue otorgar el Premio Nobel de la Paz al pueblo de Estados Unidos por haber elegido como presidente a un pacifista negro. En ello acertó plenamente.
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