Saúl Hernández Bolívar
El Mundo, Medellín
Enero 3 de 2010
Siempre nos ha parecido inquietante —e impúdico— el relativismo moral de la izquierda. Ni Piedad Córdoba ni ninguno de sus adláteres que se autodenominan ‘Colombianos por la paz’, se lamentan por crímenes como el de las seis personas que fueron incineradas vivas por las Farc en un bus en Nariño, a finales de noviembre, o por el atroz crimen del gobernador del Caquetá Luis Francisco Cuéllar, un anciano de 69 años brutalmente degollado por negarse a cooperar con sus captores, que lo secuestraban por quinta vez.
Los amigos de las Farc —como Piedad— pusieron en duda la autoría del crimen del Gobernador a pesar del reconocimiento velado que hicieron los guerrilleros al acusar a su víctima de tener vínculos con el paramilitarismo. Es decir, un hombre al que secuestraron previamente en cuatro ocasiones —sin que los gobiernos de la época movieran un dedo para evitarlo—, tiene que ser sospechoso de haberse aliado con paramilitares para defenderse.
Por tanto, era un objetivo militar ‘válido’ para quienes creen que las guerrillas tienen el propósito altruista de ‘liberar al pueblo de la oligarquía explotadora’.
A la vez, hay una sutil argucia según la cual, por definición, los derechos humanos sólo son violados por el Estado —y su fachada oculta, que serían los ‘paras’—, pues los grupos subversivos no están obligados a respetarlos. Esa treta tiene otras facetas, como la de considerar criminales a las empresas que pagaban extorsiones a grupos paramilitares y como víctimas a las que se las pagaban a las guerrillas. A las unas se les considera como instigadoras de asesinatos de sindicalistas y aliadas del paramilitarismo con fines de lucro. A las otras, en cambio, se les exonera de cualquier responsabilidad, aún cuando hay indicios de colaboración indebida.
Este estado de cosas hace mucho rato llegó a cortes internacionales dedicadas, supuestamente, a la protección de los derechos humanos. Desde hace más de una década, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por ejemplo, viene fallando contra el Estado colombiano cualquier demanda sobre crímenes cometidos por la Fuerza Pública o por grupos paramilitares con el argumento de que son flagrantes violaciones de tales derechos o, cuando menos, porque se acusa al Estado de haber fallado en la protección de los civiles como es su obligación. Incluso, los hechos se pervierten hasta el extremo de llamar ‘comerciantes’ a un grupo de 17 contrabandistas que fueron asesinados por paramilitares en el Magdalena Medio en 1987, y obligar al Estado a indemnizar a las familias de las víctimas.
Pero quien vaya ante esa Corte a solicitar un castigo contra el Estado colombiano por los secuestros y asesinatos cometidos por las Farc, pierde el tiempo; lo mismo que quien vaya a solicitar medidas de protección especial ante las amenazas de la guerrilla, en tanto que sí las reciben quienes denuncien estar en riesgo por acción u omisión del Estado, como han hecho algunos magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Para estos, el sistema interamericano pidió medidas cautelares, para Manuel Moya y Graciano Blandón hubo un portazo en la cara.
El mismo día que la Corte Interamericana negó medidas cautelares para Moya y Blandón, el pasado 17 de diciembre, las Farc los asesinaron en el Chocó. Ambos eran objetivos militares de ese grupo terrorista por denunciar su responsabilidad en el desplazamiento de comunidades negras de sus territorios ancestrales, en connivencia con varias ONG como la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz —del sacerdote Javier Giraldo— y la canadiense PASC.
Claro que también falló el Estado al negarles protección mientras —como dice Rafael Nieto en El Colombiano (28-12-2009)— la gente de izquierda goza de carros blindados y guardaespaldas. ¿Acaso la presión internacional nos ha hecho vergonzantes de los muertos de la izquierda e indiferentes con los que no comulgan con los subversivos?
La verdad del caso es que si los sistemas que dicen defender los derechos humanos siguen demostrando tan descaradamente su inclinación política, el Estado colombiano debería desconocer sus fallos e ignorar su competencia o ¿será mejor decir, su incompetencia?
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