domingo, 1 de marzo de 2009

Aires de rendición

Por Rafael de Brigard Merchán, Pbro.

El Nuevo Siglo, Bogotá

Marzo 1 de 2009

 La situación actual de la producción, distribución y consumo de las drogas ilícitas ha hecho afirmar a algunos que lo mejor es su legalización. Dado este paso bajarán los precios y habrá menos gente dedicada a esta nefasta actividad y la humanidad sabrá que tales sustancias son malas y no acudirá a ellas. Y siempre se pone como ejemplo la historia de las bebidas alcohólicas, aunque nunca se habla de cuántas personas, familias y fortunas han sido arrasadas por esta otra sustancia. En este discurso, por lo demás, nunca se da la palabra ni a los drogadictos ni a sus familias y tampoco a quienes han podido abandonar las garras de la temible adicción. Nuestras controversias públicas son incompletas y allí no se dicen sino medias verdades.

Hay que pensar con cuidado cualquier rendición en la vida, sobre todo en aspectos trascendentales. Dar el brazo a torcer ante quienes han sido capaces de arrasarlo todo por la ganancia del negocio maldito de la droga es entregarse a un enemigo despiadado. Si a ellos se les baja el precio de su mercancía no abandonarán su negocio, sino que mejorarán las estrategias de ventas. Buscarán con más intensidad que nunca poner toda la basura producida al alcance de niños, jóvenes y adultos. Es falso creer que una sociedad en la cual circulen sustancias sicoactivas en forma libre aprende a usarlas un forma limitada. Los estudios demuestran que su consumo crece y se favorece socialmente. ¿Y qué harán las familias, los colegios, las instituciones, cuando sus miembros empiecen a sentirse con derecho a consumir de todo en todas partes, delante de todos y cuando la jurisprudencia empiece a darles carta blanca a los drogadictos?

En toda esta polémica la pregunta de fondo sigue sin respuesta: ¿por qué tantos hombres y mujeres del mundo contemporáneo se han entregado al uso desenfrenado de las drogas ilícitas? Así como nuestra época ha triunfado sobre infinidad de males físicos, ha derrotado enfermedades que parecían invencibles, ha solucionado misterios tenidos como oscuros para siempre, también es cierto que ha puesto al hombre y a la mujer en una especie de centrífuga que los ha alejado del sentido verdadero de la existencia, les ha fracturado la vida espiritual y familiar, los ha alejado de los ámbitos más amables del amor y la justicia y quizás, en parte por todo eso, muchos se han lanzado en busca de las satisfacciones artificiales que llegan a convertirse en enfermedad. Pero el enfermo es el ambiente en que vive la humanidad hoy día.

¿Qué irán a sentir familias enteras que han perdido como seres humanos dignos a sus miembros que cayeron bajo el poder de la droga cuanto empiecen a ver que en las tiendas de los colegios o de los barrios, a las entradas de los cines, en los parques públicos, se ofrezca sin pudor alguno la sustancia maldita? Son ellos los que deben tener la palabra a la hora de proponerse la rendición ante las fuerzas del mal. Por una sola persona que quiera salir de la droga ya se justifica el combate.

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