Mario Calderón Rivera
La Patria, Manizales
Enero 17 de 2010
El primer eslabón en nuestra cadena afectiva con Venezuela se llama Simón Bolívar. Y su alcance simbólico pasa por lo que Caracas y Santa Fe de Bogotá significaron como escenarios siempre articulados e inseparables en el proceso libertario. El genio superior del Libertador supo mantener hasta su muerte esa comunidad de intereses cada vez que la mala entraña de un caudillismo con tintes de revuelta social quiso dar al traste con la Gran Colombia. Desde Venezuela, las banderas que agitó José Antonio Páez en contra del sueño bolivariano no fueron más que la continuación de revueltas anteriores que, sin la mano de hierro de Bolívar, sólo habrían servido para favorecer la reconquista española que entró arrasando con una crueldad sin nombre. Prevalidos del desconcierto inicial y atrincherados en odios de clase, como lo describe magistralmente Indalecio Liévano Aguirre, pretendieron socavar la autoridad del gran líder, a quien miraban como el primer obstáculo a sus ambiciones caudillistas. Las mismas que alimentaron por muchos años para azuzar el enfrentamiento entre “pardos” y “mantuanos”, que marcaba la diferencia entre mestizos y zambos con la llamada oligarquía criolla en buena hora contagiada por las ideas libertarias que venían desde la Ilustración. “Aristócrata mantuano”, “señorito caraqueño” fueron los calificativos que estos enemigos solapados endilgaron siempre a quien en ese mismo momento los estaba libertando del yugo imperial colonialista.
Uno de los episodios que marcó más dramáticamente la lucha de Bolívar para no permitir el naufragio de la causa libertadora como consecuencia de las traiciones permanentes y los golpes arteros de los caudillos emergentes, fue el protagonizado por el general Manuel Antonio Piar, descrito como “hijo de una mulata de Curazao y de un canario avecinado en Caracas”. Cuando intentó dar un golpe a Bolívar fue apresado, juzgado, condenado a muerte y –en palabras del propio Libertador - “ejecutado por sus crímenes de lesa patria, conspiración y deserción”.
Antes de su muerte, Bolívar tuvo que enfrentar un nuevo intento por romper la integridad de la Gran Colombia. Esta vez con la rebelión de José Antonio Páez en 1826, también montado sobre el odio clasista. Pero después de verse coronado de gloria, el Libertador se vio otra vez asediado por la ingratitud de quienes sólo vieron en la iniciación de la vida republicana una oportunidad para buscar fortuna y para apertrecharse en el populismo. Muerto Bolívar y desintegrada La Gran Colombia, José Antonio Páez, inició en la naciente Venezuela la era del caudillismo militar. Porque después de ser electo dos veces presidente, quiso hacerse nuevamente al poder por rebelión contra su sucesor y, dominado, fue enviado al destierro. Desde allí regresó para pescar en el río revuelto de las guerras civiles. El viacrucis para Venezuela apenas comenzaba. Porque el resto del siglo XIX y los comienzos del siglo XX fueron casi ininterrumpidamente de conflictos armados internos. Al país hermano le quedaban por vivir los casi 10 años del régimen del general Cipriano Castro y los 27 años de régimen igualmente autócrata, populista y corrupto de Juan Vicente Gómez, que sólo terminó con su muerte en 1935. Este personaje es considerado la más pura encarnación del caudillismo latinoamericano, generalmente inculto, con la rudeza de los cuarteles, carente de modales y con muy pocos escrúpulos, cruel y despiadado. En” El Otoño del Patriarca”, una de sus más hermosas obras, García Márquez lo retrató con singular maestría.
Sólo a partir de la caída de Gómez Venezuela pudo entrar en el proceso de maduración democrática. Que llegó a un punto casi estelar cuando Rómulo Gallegos -un maestro de escuela primaria como lo fue la gran Gabriela Mistral- fue ungido presidente por el 80% de la votación en 1948. Egregio autor de “Doña Bárbara”, una bella expresión de la naturaleza y del alma venezolanas, este ciudadano de América pasó a ser símbolo de lo mejor que anida en el alma venezolana.
Pero la mala sangre que ha ensuciado la historia venezolana habría de brotar nuevamente para derrocar el gobierno de este hombre bueno venido de la mejor entraña venezolana. Fue la obra diabólica de otro general populista y megalómano, Marcos Pérez Jiménez. El mismo que después de hacer eliminar físicamente a su principal cómplice, se hizo al poder hasta 1958, cuando un frente cívico colocó nuevamente sobre rieles la democracia venezolana bajo el liderazgo e inspiración Rómulo Betancour. Después de haber militado en el partido comunista, Betancour pasó a ser fundador de Acción Democrática, el ala liberal del bipartidismo tradicional venezolano. El se convirtió, sin duda, en uno de los personajes estelares de la historia política de Latinoamérica en el siglo XX.
Después de Betancour hasta la segunda elección presidencial de Rafael Caldera en 1994 la democracia venezolana discurrió por caminos de contrastes. Su bipartidismo, marcado por altibajos comparables al del liberalismo y del conservatismo colombianos, devino también en clientelismo y en formas de corrupción que parecían inimaginables. Habría que decir, sin embargo, que no es fácil encontrar en el ámbito venezolano figuras de dimensión intelectual y de estadistas comparables a Alberto Lleras Camargo, a Álvaro Uribe Vélez o a Álvaro Gómez Hurtado.
En el contexto anterior, no es difícil concluir que la estrambótica figura del coronel golpista Hugo Chávez Frías corresponde inequívocamente a un rasgo genético en la tradición venezolana. Pero, como ha pasado siempre con el caudillismo militarista en América Latina, es también el resultado del vacío institucional y del desencanto colectivo sin límites que genera la corrupción extrema de la política y la pérdida consecuente de gobernabilidad.
Después de un intento de golpe contra el presidente Carlos Andrés Pérez, Chávez fue encarcelado, como lo fue el general Piar. Pero tuvo la increíble fortuna de encontrarse con la benevolencia del presidente Rafael Caldera -en plena declinación de su lucidez mental- que no sólo lo sacó de prisión sino que lo envalentonó hasta al punto de convertirlo en líder de una ola populista triunfante. En tiempos de Bolívar difícilmente se habría escapado de estar frente a un pelotón de fusilamiento. Así como bajo la lupa de Carlos Marx no habría pasado de recibir el diagnóstico piadoso de “infantilismo revolucionario” asociado a mitomanía obsesiva.
La megalomanía de la revolución bolivariana tiene todos los visos de que no solo no producirá una ola expansiva, sino que terminará por un fenómeno implosivo. Y en ese momento que Dios tenga de la mano al pueblo venezolano.
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