Fernando Londoño Hoyos
La Patria, Manizales
Enero 19 de 2010
Los muertos se enterrarán en fosas comunes, o en la más terrible de todas, que es la del olvido. Los heridos terminarán por ser atendidos, o se agregarán a la lista interminable de los muertos. La ayuda internacional llegará algún día a los hambrientos y el agua a los sedientos. Pero después de todo aquello, ¿qué sigue?
Antes del terremoto Haití no era una nación viable. Algunos comentaristas opinan que al fin había alguna esperanza que brillara sobre el telón plomizo de una política corrupta, inepta, impotente para todo menos para el robo del escuálido fisco. Sea. Siempre la hora de la despedida es la hora del encuentro. Pero no basta, para curar las llagas y heridas de Haití, una política razonable. Admitiendo que ese fuera un principio, estaba lejísimos de una solución.
Haití es uno de los países más pobres del mundo. El desempleo llegaba al setenta por ciento, la pobreza era del ochenta y la miseria superaba la mitad de la población. Las transferencias de los haitianos emigrantes, casi todos a los Estados Unidos, representan la mitad del Producto Interno Bruto. En Haití no hay nada. Cuando se hace el recorrido de Santo Domingo a Puerto Príncipe, se advierte el fin de la República Dominicana porque desaparecen los cultivos de café, de caña y de tabaco. Ya no hay más bosques ni praderas con ganado. Como cortada la naturaleza por un cuchillo, surgen a la vista montañas desérticas, cañadas por donde no corre el agua de ningún río, que todos fueron muertos por la deforestación implacable. En su miseria económica y cultural, los haitianos cortaron hasta el último de los árboles y se condenaron a muerte. A la muerte lenta, dramática e inevitable que los espera. Quedan apenas unos vallecitos, donde se hacina la mayoría de la población, formada por campesinos que más que trabajar agonizan en una producción de subsistencia.
Antes del terremoto, Puerto Príncipe ya era un caos. Por la migración interna, y por la explosión demográfica, esa sí eficientísima, la ciudad se llenó de gente, pero sobre todo de miseria. No hay agua, ni electricidad, ni vías, ni escuelas, ni hospitales, ni alcantarillados. La única periodista colombiana que conoce la ciudad, declaró haber encontrado una sala de cirugía hospitalaria llena de…gallinas. Para colmo de males, dejaron degradar el idioma hasta un nivel en que el francés, supuestamente su lengua materna, es un medio de comunicación reservado a una pequeña aristocracia. Y lo que ellos hablan, el creole, es un idioma sin parentescos.
Acaso el peor de los capítulos sea el que tiene que ver con las faenas más altas del espíritu. La religión muestra las expresiones más burdas y peligrosas. El Vudú es como una brujería universal que encierra a sus devotos en una malla insuperable de comunicaciones escatológicas brutales. Y la política es peor. Después de haber conseguido el lauro de ser el primer país de América que venció la esclavitud, y después de que Henri Petion le tendió la mano a Bolívar para hacer posible su campaña libertadora de 1818, Haití ha sido el escenario de las guerras más atroces, las dictaduras más crueles, los sistemas de opresión más detestables. Duvalier y su hijo, esa nefasta criatura a la que llaman el Nené Doc, acabaron de robarle a su pueblo los últimos vestigios de dignidad, de justicia, de progreso.
Y sobre ese horizonte de desventura cae esta tragedia. Demasiado dura para una sociedad organizada, entusiasta y capaz. Sencillamente abrumadora para la pobre Haití. Vamos a presenciar una lucha feroz del hombre por no desaparecer. ¿Quién contendrá esa avalancha? ¿Y cómo? No queremos sospechar de las intenciones puras de los países que hoy ayudan y especialmente de Estados Unidos y República Dominicana. Pero la verdad es que sólo con un Plan Marshal, mucho más costoso, difícil, comprometedor que el original, se podrá salvar Haití e impedir que sus hombre y sus mujeres caigan como una plaga sobre el resto del mundo, pidiendo un mendrugo de pan y un poco de esperanza.
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