Ernesto Yamhure
El Espectador, Bogotá
Enero 7 de 2009
Cada vez son más los editorialistas extranjeros que, sin tener un conocimiento claro de la realidad política y social de nuestro país, se oponen a que el pueblo colombiano decida si quieren o no que el Presidente de la República continúe durante cuatro años más en el cargo.
Ahora el editor de la prestigiosa revista británica The Economist, Michael Reid, luego de un breve viaje a Bogotá se ha sumado a la causa de los antireelecionistas, esgrimiendo los mismos argumentos trasnochados que escasamente convencen a quienes odian la seguridad democrática y anhelan una Colombia caguanizada.
Hace cien años, cuando el imperialismo estaba en pleno apogeo, y el británico era aquel reino donde nunca se ocultaba el sol, nadie se imaginó que al cabo de los años el poder de la Reina Victoria iría a ser reemplazado por la sala de redacción de una revista que, sin mayores fundamentos, decide desde una oficina en el centro de Londres cuál debe ser el destino de los pueblos.
¿Acaso el señor editor de The Economist tuvo en cuenta las razones por las que más del 80% de los colombianos tienen una imagen favorable del presidente Uribe? Pareciera que no y bien valdría que alguien se lo informara. Resulta que hace diez años, cuando este país era cogobernado por los terroristas y los narcotraficantes, los colombianos de bien no podían trabajar. Los empresarios con un patrimonio igual o superior al millón de dólares estaban obligados a cumplir la “ley” que don Manuel Marulanda emitió desde la República Independiente del Caguán con la venia del presidente Pastrana y que decía que éstos, los empresarios, debían darles el 10% de su fortuna a las Farc, so pena de ser “detenidos”, es decir, secuestrados y amarrados a un árbol quién sabe durante cuánto tiempo.
Esta tierra estaba totalmente paralizada. Las Fuerzas Militares no contaban con los medios para operar. Sus helicópteros no funcionaban y cuando podían encenderse, entonces no había gasolina para abastecerlos. Los soldados estaban mal uniformados y muchas veces ni siquiera tenían botas para patrullar. Para aquel Ejecutivo el Ejército ocupaba el último lugar en la lista de prioridades.
Viajar desde Bogotá a Medellín era una proeza. Cuando menos, dos retenes de la guerrilla aparecían en la vía. Los alcaldes elegidos popularmente debían ejercer desde las capitales de los departamentos y no desde sus municipios. La democracia agonizaba; más de doscientos pueblos no tenían ni un solo policía para defender la vida, honra y bienes de sus habitantes.
Nada de eso es tenido en cuenta por el flamante editor de The Economist que viajó a Bogotá, almorzó en La T o en La G con ciertos periodistas con quienes habrá tomado ginebra. Lástima que en su trabajo de campo no haya ido a las zonas donde antes operaban los paramilitares para preguntarles a los ciudadanos de allí cómo han cambiado sus vidas en los últimos años.
Pero es más triste que no se haya tomado la molestia de entrevistar a la viuda y a los huérfanos del gobernador del Caquetá, asesinado vilmente por las Farc, organización sanguinaria que en las últimas horas ha reconocido la autoría del crimen con una desfachatez que ratifica el odio que habita en los corazones de quienes comandan ese grupo delincuencial.
Aquellos extranjeros que creen conocer a Colombia y que opinan sobre el futuro del país, deberían venir durante dos meses y recorrer las diferentes regiones. Se sorprenderán cuando registren que tan sólo al pasar los peajes que delimitan a Bogotá, el anhelo respecto de la reelección es casi unánime. Su asombro será mayor cuando descubran que la Constitución de este país es contundente cuando dice que la soberanía recae en el pueblo y no en sus contertulios con quienes acostumbran emborracharse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario