Saúl Hernández Bolívar
El Mundo, Medellín
Enero 18 de 2010
El periodista Jon Lee Anderson escribió (para la revista New Yorker y publicados en Colombia por El Espectador) una serie de reportajes sobre la violencia que gobierna los barrios pobres de Río de Janeiro, las llamadas ‘favelas’. Crónicas que podrían dar cuenta de la realidad violenta de muchas ciudades latinoamericanas con apenas cambiar el nombre, pues son situaciones de anarquía y desorden caracterizadas por unos factores comunes.
El primer factor en común es el narcotráfico. Brasil no produce drogas pero el consumo es desaforado. Los narcotraficantes que las distribuyen se hacen lo suficientemente ricos como para constituir ejércitos privados e imponer su autoridad. Pero no les basta con eso.
En Río (como en Medellín), las bandas de narcotraficantes vacunan negocios legítimos, como las compañías de transporte, los operadores de televisión por cable y los distribuidores de gas, entre otros, y ganan tanto o más dinero de esta forma que expendiendo narcóticos. Por eso, no es tan cierto que las mafias se acaben cuando se legalicen las drogas; lo más probable es que los delincuentes se enfoquen en otros delitos.
El segundo factor común es la ausencia de Estado. En Río, las bandas controlan las favelas como ocurre en cualquier lugar del mundo donde el Estado deja de ejercer su autoridad. Es tan grande el vacío que esas bandas someten a las comunidades de manera integral: disponen el orden, la seguridad y la justicia (todos a su estilo), así como las fuentes de ‘empleo’, el cobro de ‘impuestos’ (extorsiones) y hasta la recreación, haciendo obras como una ‘piscina comunitaria’.
El tercer factor común es la falta de oportunidades. Los integrantes de estas pandillas, al igual que en los grupos ilegales colombianos, llegan empujados por las carencias y penalidades de familias pobres y disfuncionales. En el relato de Anderson hay una mujer que era violada desde niña, que se unió a una banda “…para protegerme de mi hermano, y una vez que me uní no volví a tener problemas con él”. Hay un jefe de banda, Fernandinho —hijo de un albañil borracho que abusaba de él y de su madre—, quien hizo a un lado su sueño de ser futbolista para enrolarse “cuando tenía ocho o nueve años, inicialmente como vigía y mensajero”, o sea como los llamados ‘carritos’ en Medellín, niños que llevan recados, armas, drogas o hacen labores de inteligencia.
Fernandinho tomó el control cuando la policía dio de baja a su predecesor, y otro llegará cuando él caiga mientras no haya una solución integral.
El cuarto factor común es la corrupción. En Río de Janeiro hay un record inigualable de corrupción policial y violación de los derechos humanos. Según Anderson, “la Policía de Río mata a más personas que cualquier otra autoridad policíaca del mundo: en 2008 reconocieron haber causado la muerte de 1.188 personas, quienes se habían ‘resistido a ser arrestadas’, lo cual equivale a poco más de tres personas diarias”.
En Colombia, con una población que cuadruplica la del área metropolitana de Río (11,3 millones de habitantes), los casos de supuestos ‘falsos positivos’ suman cerca de 2.000 para la Fiscalía y de 1.000 para el Cinep, contabilizados desde el 2001.
Aún más, Anderson afirma que policías y bomberos de Río formaron milicias para atacar las bandas de narcotraficantes y asesinar a sus miembros, y que ya dominan más de cien favelas. Se recuerda que en marzo de 2005, la Policía de esa ciudad asesinó a 29 civiles como protesta por el arresto de unos uniformados que habían sido filmados mientras se deshacían de los cuerpos de personas que habían asesinado. Alfredo Sirkis, ex guerrillero y concejal de Río, le dijo a Anderson: “la policía recibe dinero de las bandas de las favelas como protección, aquellos que no reciben pago van y asesinan a todos y le entregan la operación a otra banda. La policía tiene un acuerdo de exterminio con las bandas”.
El quinto factor es la impunidad. Según Sirkis, “el porcentaje de crímenes resueltos aquí en Río es ridículo, un noventa por ciento de los homicidios nunca se resuelven”. Y la evasiva, para no actuar, es que “toda esta violencia proviene de alguna injusticia”, o sea la misma excusa con la que algunos tratan de justificar la existencia de las guerrillas colombianas.
La impotencia del Estado brasileño es enorme.
Lula prometió en su primer mandato pacificar las favelas de Río sin resultado. Este año, la Fuerza Pública decidió ocupar permanentemente estos lugares, reduciendo levemente los índices de violencia generada por los traficantes de droga. En octubre último, como si se tratara de un escenario de guerra convencional, un helicóptero de la Policía fue derribado a tiros de fusil en una favela. Los enfrentamientos armados son el pan de cada día. Y ahí es donde se harán los Juegos Olímpicos en 2016, y ese es el país, Brasil, que nos pintan como una superpotencia.
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