viernes, 6 de marzo de 2009

Sindicalismo y lucha armada

Editorial

El Espectador, Bogotá

Marzo 4 de 2009

Más allá de si Juan Efraín Mendoza, miembro directivo de la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro), se encontraba o no secuestrado por las Farc en el momento en que el Ejército capturó al temible Negro Antonio a comienzos de esta semana —y todo indica, dadas sus contradictorias declaraciones, que el Ejército puede tener razón, en cuyo caso el directivo sindical se encontraba por voluntad propia en compañía de quien por mucho tiempo sembró el pánico con sus repudiables secuestros en el departamento de Cundinamarca—, se abre nuevamente el debate frente a los nexos entre organizaciones civiles y grupos al margen de la ley.

Dada la presión ejercida por el Partido Demócrata estadounidense y sus conocidos rechazos al TLC con Colombia, el dilema de los posibles nexos entre un sindicalista y un grupo guerrillero adquiere especial importancia. La discusión en torno a las cifras de asesinatos, de hecho, no hace mucho colonizó los foros de opinión nacionales e internacionales. El Gobierno argumenta que sus labores en defensa de los líderes sindicales han sido numerosas y decisivas. Sus detractores piensan lo contrario. Por muchos avances que se conozcan en la materia, sostienen, la actividad sindical sigue siendo una de las más peligrosas en el país.

El presidente Uribe, sin embargo, antes que abordar el camino de las estigmatizaciones que han querido transitar algunos de sus colaboradores en este caso particular, ha hecho un llamado a la prudencia. “Un delito que haya cometido un señor —manifestó—, no puede afectar la organización, no puede afectar el buen nombre de los trabajadores colombianos”.

Con todo, en el necesario llamado a la cordura no termina el debate. El monopolio de la combinación de todas las formas de lucha, aunque se insista tozudamente en lo contrario, no es exclusivo de algunos partidos políticos de la izquierda colombiana. El fenómeno de la parapolítica nos lo recuerda. El Congreso de la República, lugar en el que se pone en escena el principio sagrado de la representación política, es hoy contradictoriamente uno de los órganos con menor aceptación ciudadana por dicho escándalo. Aún estamos a la espera de las investigaciones judiciales que habrán de aclarar los pactos que se hicieron en el Magdalena Medio y el Eje Cafetero, así como los de Urabá, Pivijay y Chivolo. El paramilitarismo desbordó la Costa Atlántica y partiendo de Córdoba, Antioquia y Magdalena Medio, se expandió a lo largo y ancho del país.

Sin embargo, sí son algunos sectores de la izquierda los que avalan la legitimidad de la lucha armada. En concreto, basta con revisar los estatutos del Partido Comunista Colombiano (PCC), hoy afiliado al Polo Democrático Alternativo que, para muchos, precisamente por ello vive momentos de tensión y fractura interna. En la medida en que existe “una imposición de la violencia militarista y oligárquica” —dice en sus estatutos el PCC—, el pueblo “también” está autorizado para practicar “la lucha armada en sus distintas manifestaciones de masas, de acuerdo con las condiciones concretas de cada lugar y momento”.

En cuanto al caso particular del sindicalista de Fensuagro, por segunda vez encontrado en compañía de la guerrilla, si bien tendrá que ser investigado a profundidad para evitar que se cometa una injusticia, es claro que estamos ante un desafío definitivo para el movimiento sindical colombiano. Asumir su defensa sin la distancia que se requiere ante la eventualidad de estar en tratos con las Farc y no estar dispuestos a rechazar de plano este tipo de actividades si se comprueban dichos tratos, sería un profundo retroceso en su credibilidad y, de paso, en la visibilidad internacional que se han ganado con la sangre de sus compañeros.

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