Por Carlos Caballero Argáez
El Tiempo, Bogotá
Agosto 29 de 2009
Los indicadores económicos y los gurús de la economía están señalando que lo peor de la crisis mundial ya pasó. Parece que a mediados del año se hubiera tocado fondo. Un fondo resbaloso, como dice un buen amigo, pero fondo al fin y al cabo. Es una buena noticia.
Como nada en economía es gratis, las buenas noticias tienen sus costos. Tocar fondo implicó una gigantesca inyección fiscal en Estados Unidos, en la Unión Europea y en la China para prender de nuevo los motores del crecimiento. Pero no se conocen las consecuencias futuras de ese empujón para evitar un colapso mundial equivalente al de los años treinta del siglo anterior. Con todo, sabemos es que ese futuro será, forzosamente, diferente al pasado reciente. El entorno económico internacional cambió, quiérase o no, para un país como Colombia. Por lo tanto, el manejo económico se volvió más delicado y exigente. Eso sin contar con la tensa relación con los vecinos -Venezuela y Ecuador- ni con las estadísticas recientes sobre pobreza, que agravan, ambas, el panorama.
El crecimiento de la economía colombiana va a ser lento en los próximos tres o cuatro años. No se va a repetir el dinamismo del período 2004-2007, años de indudable bonanza en la inversión y en el consumo interno. Para el 2010 se pronostica una expansión de la actividad productiva del orden de 1,5 por ciento y, para los siguientes, ritmos de entre 2 y 4 por ciento anual.
La capacidad que se instaló en el país en los años de auge de la inversión no va a utilizarse plenamente. En plata blanca, eso quiere decir que el problema de empleo se va a agudizar y, con este, la informalidad y la pobreza. Y que, de no ser por una sequía muy fuerte que impacte negativamente el precio de los alimentos, la inflación podría perfectamente ubicarse en la meta de mediano plazo fijada por la Junta del Banco de la República: alrededor de 3 por ciento por año.
En buena parte esta proyección se desprende de que las exportaciones no tradicionales se van a ver afectadas por la también lenta expansión de la economía de los Estados Unidos y la pérdida del mercado venezolano -al menos en el corto plazo- para las manufacturas colombianas. Entre tanto, el crecimiento de la China presionará al alza los precios de los productos básicos, del petróleo, el carbón y los minerales. No que el precio del petróleo vuelva a las nubes -como en el 2008- pero sí que oscile en un rango favorable para un país como Colombia; digamos entre 70 y 90 dólares por barril. La implicación será la de una economía centrada sobre la producción y las exportaciones minero-energéticas.
Si ello fuere así, y la probabilidad de que lo sea es alta, Colombia recibiría divisas pero no generaría suficientes empleos para aliviar el desempleo y la pobreza. La tendencia en esta dirección es clara. Sorpréndase ustedes: la inversión extranjera en Colombia ha mantenido su nivel en este año -de crisis internacional- y el 85 por ciento de la misma se ha dirigido al sector del petróleo y la minería. Es una tendencia interesante que, sin embargo, no deja de preocupar. Porque el peso colombiano se mantendría fuerte -revaluado- y la industria y la agricultura perderían importancia relativa en la economía. El problema social se exacerbaría; las demandas de asistencia del Estado a los pobres serían aún mayores y la implantación de un esquema populista, de derecha o de izquierda, se volvería atractivo políticamente. Sobre todo teniendo un vecino como Chávez en Venezuela.
Esto no se escribe por molestar al Gobierno o crear un ambiente de pesimismo sobre el país. Se escribe porque el futuro no se ve bien y la responsabilidad de los dirigentes de Colombia es transformarlo.
Esto es posible si se retoma el camino de las reformas económicas; si se diseñan políticas públicas para mejorar la competitividad, diversificar las exportaciones, reorientar el comercio exterior, generar empleos y evitar la revaluación del peso. No hacer nada sería, simplemente, autodestruirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario