jueves, 27 de agosto de 2009

El caso Plazas

Por Fernando Londoño

El Tiempo, Bogotá

Agosto 27 de 2009

Plazas fue héroe de las jornadas trágicas de noviembre de 1985, cuando Pablo Escobar y el M-19 celebraron convenio para asaltar el Palacio de Justicia. Se trataba de incendiar los expedientes abiertos para abrirle camino a la extradición de los narcotraficantes y luego, cumplida esa misión siniestra, someter a juicio al presidente Betancur, usando como moneda extorsiva la vida de los magistrados de la Corte y del Consejo de Estado.

Cumpliendo órdenes estrictas, el comandante de la Escuela de Caballería, coronel Luis Alfonso Plazas, dispuso sus tanques y sus hombres y entró a Palacio. Los asaltantes tenían posiciones privilegiadas y sofisticado armamento. La lucha fue feroz, sangrienta y finalmente redentora. El país se salvó de la humillación y la derrota a manos del narcotráfico y la guerrilla. Centenares de vidas se salvaron.

El pueblo saludó al Ejército con pañuelos blancos, de regreso a sus cuarteles. La justicia investigó una y otra vez, siempre con el mismo resultado: los culpables fueron los agresores y los hombres del Ejército cumplieron su deber.

El coronel Plazas no fue ascendido a general. La izquierda del mundo se movilizó en su contra. Era demasiado notoria su victoria y había de cobrarse. Vuelto a la vida civil, pasó a la academia, a la política y luego le sirvió a Colombia desde la Dirección Nacional de Estupefacientes con probidad, valor y eficiencia. La mafia y su aliado, el comunismo internacional, acumularon una nueva factura en su contra.

Un día, los tribunales internacionales abrieron camino a ricas expectativas de cobro por los narcoizquierdistas muertos. Millones de dólares entraron en juego. Los parientes de algunos desaparecidos empezaron la campaña, movidos por los abogados de siempre, los del famoso Colectivo y patrocinados todos por la Fiscalía. Algunos dijeron reconocer a sus parientes saliendo de Palacio. Las mentiras quedaron en evidencia. Acudieron a indicios y sofismas. Vano empeño. Terminaron por comprar testigos. Tarea más fácil.

Primero fue un ex policía, santificado por la gran prensa. Se probó que era pícaro, delincuente y mentiroso. Testigo archivado, pero expediente abierto. Plazas seguía preso, aun sin quién lo acusara. La Fiscal se inventó un segundo testigo. Igualmente mendaz; ni siquiera fue sincero con su nombre. Y su firma se demostró adulterada. La Fiscal responderá por falsedad. Plazas seguía preso. Llegó el tercer testigo. Lo sacaron de la cárcel de Cómbita, se llama Tarcisio y está preso por muchos delitos y con condenas que superan los 102 años. Es testigo de oídas y todo contra Plazas se lo dijo un tal Pinto. El problema de Pinto es que nadie, ni el testigo, sabe dónde está. Y menos, claro, por qué supo lo que asegura el testigo que le oyó decir.

Cualquiera supone que hay un acuerdo entre ese testigo infame y la juez. El testigo lo revela y pone en evidencia la impostura. Pero no es la juez la que se va para la cárcel. Es Plazas. Y no a la cárcel que le manda la ley, sino la que la juez dispone, contra la Ley. Plazas está enfermo del corazón y de la pena moral. Y a altas hora de la noche, una cuadrilla uniformada asalta el Hospital Militar, llega a la habitación del Coronel, dos mujeres arremeten contra su esposa y una docena de matones reducen a su víctima y como grita, le bajan los pantalones y le inyectan un tranquilizante. Como a las bestias del zoológico, como a los perros con rabia.

La directora del Inpec, en su cargo, demuestra que tenía órdenes del Ministro del Interior, su jefe. Nadie protesta. Así también había pasado en Francia. Allá se llamó el caso Dreyfus y fue igualmente canalla, cobarde y tramposo. Sabemos cómo terminó. Aquí queda abierta la incógnita. Los pueblos se merecen los finales de las historias con que se teje su destino.

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