José Félix Lafaurie Rivera
El Nuevo siglo, Bogotá
Agosto 29 de 2009
EL recrudecimiento de la criminalidad en las áreas metropolitanas no puede ser leído desde el descrédito de la Política de Seguridad Democrática. La oleada de actividades delictivas en Medellín, Cali, Bogotá, Ibagué, Sincelejo, Bucaramanga, Barranquilla o Cartagena, es atávica. Escribir esta página, requiere asumir la violencia, la pasada y la presente, para poner en la palestra pública los dilemas de por lo menos tres generaciones de colombianos. Niños, jóvenes y adolescentes de entonces y padres de hoy, envueltos en una espiral suicida, producto de las profundas transformaciones urbanas, fisuras del tejido social y degradación de los valores, que implosionaron con la escalada del conflicto, el narcotráfico, el terrorismo y la impunidad.
Por más de 30 años el hedor del crimen organizado ha sido transversal a los procesos de corrupción institucional, a los episodios de descomposición de nuestras esferas política y económica y a las inclusiones y exclusiones malsanas que sellaron con sangre la oportunidad de construir otro devenir para nuestra sociedad. Su herencia hoy se manifiesta, en la estampida de homicidios, fleteo, hurto, justicia privada, lesiones personales y vicio en las comunas populares y en las calles de las principales capitales. Una situación que sirve para aclarar la memoria de lo que un día vivió el sector rural y que hoy, gracias al combate al terrorismo, empieza a ser una mala pesadilla; pero también para mirar el trasfondo de los países vecinos.
La ruptura generacional arrancó en los 80, cuando un adolescente habitante de uno de los barrios más pobres de Medellín, Byron de Jesús Velásquez, ultimara al ministro Rodrigo Lara. Desde entonces, la Capital de la Montaña, Cali y Bogotá son emblemáticos de la representación de nuestros jóvenes como amenaza social o como víctimas, depende del cristal con que se mire.
Ayer como hoy, la obscena participación de jóvenes y clanes familiares al servicio del sicariato, milicias urbanas guerrilleras y bandas criminales de reinsertados y delincuencia común, no deja dudas. Sólo en Medellín murieron más de 40.000 menores en las últimas dos décadas y hoy más de 3.000 han sido reclutados por 140 bandas criminales. En el Distrito de Aguablanca, en Cali, se contratan de tiempo atrás, niños y jóvenes para “homicidios de menor monta”, por menos de $ 100.000.
Las dimensiones de la inseguridad ciudadana que se respira en las urbes y la sensación de bienestar que hoy empieza a percibir el campo colombiano, nos confirman que no se puede perder el terreno ganado en la lucha contra las redes del narco-terrorismo. La sostenibilidad de esta política debe ser un norte inalterable, aunque este objetivo tenga que pasar, necesariamente, por aceptar la ayuda económica de Estados Unidos y la presencia de sus militares y técnicos en nuestro territorio.
De esta realidad puede hablar el clima que generaron las mafias en México y que hoy se riega como pólvora en Venezuela, Ecuador y Honduras. No está en nuestros presupuestos “exportar” un mayor grado de inestabilidad a nuestros pueblos. Mayores índices de criminalidad a los que ya se registran serían nefastos. Como nunca antes Venezuela, por ejemplo, figura entre los tres países más violentos de América Latina y su capital como la más peligrosa. El prurito de una mirada solidaria con quienes han sido más que socios comerciales y la urgencia de abolir este cáncer global, que está minando la seguridad en la subregión, está muy lejos de la alarma diplomática que causó la decisión colombiana.
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