Por Darío Acevedo Carmona
El Tiempo, Bogotá
Junio 23 de 2009
La intervención del presidente Uribe en el 2006 a favor de la idea de que el tribunal de cierre en materia constitucional, aun en casos de tutelas contra providencias de otros altos tribunales, es la Corte Constitucional generó un distanciamiento y enfriamiento en las relaciones de este con la Suprema. Desde entonces, los conflictos normales entre estas dos ramas del poder se agravaron y se multiplicaron. La Suprema se sintió traicionada por el Jefe del Estado.
Hoy, el abismo adquiere categoría de insalvable, acusaciones van y vienen, palabras mayores, desconfianza, rumores, intervenciones indebidas en los terrenos del otro, sospechas, seguimientos, 'chuzadas', investigaciones cruzadas, todo elevado a la máxima potencia, como de manera excelente fue presentado en EL TIEMPO (14-06-09, sección 'Domingo a domingo'). Algunos orientadores de opinión (que más bien parecen azuzadores de oficio) han pretendido sacar en limpio el proceder de la Suprema con argumentos de superioridad moral sin querer entender que cada rama del poder tiene su autoestima y reclama el mismo estatus. Si hay que respetar a la Rama Judicial y a las cortes, como dijo César Gaviria, también merecen respeto el Congreso y el Ejecutivo. Estamos, sin duda, en la antesala de una grave crisis institucional, de insospechadas consecuencias en la vida nacional. El problema se ha agravado con la pretensión de la Suprema de investigar y judicializar a los parlamentarios que están discutiendo el referendo de la reelección, con lo cual se configura una inaceptable intervención en política.
La situación se caracteriza por estar en entredicho el principio de la colaboración armónica de los tres poderes en que se funda el Estado colombiano y la legitimidad de los protagonistas. Hilando delgado, según algunos, la Suprema pretende demostrar la ilegitimidad del actual gobierno; otros piensan que el Presidente quiere doblegar a la Suprema. Frente a tal panorama, las soluciones no son muchas ni están a la mano. Cada vez es más inviable un diálogo (el presidente de la Suprema acaba de desautorizar al Procurador, que se había ofrecido como árbitro) que facilite un entendimiento razonable y satisfactorio para todas las partes; la desconfianza es abismal. Un posible desenlace es que una de las tres ramas sucumbiera ante las presiones, lo cual nos colocaría en un plan de inviabilidad jurídica con altos costos para la imagen del país. Un punto de desbloqueo, aunque nada fácil, es que el Congreso de la República, apoyado en el artículo 376 de la Constitución Nacional, convoque a la población para que diga en las urnas si está o no de acuerdo con que sea convocada, de manera urgente, una asamblea constituyente, que tenga como misión fundamental ajustar y ordenar las competencias de cada poder y, en particular, en la rama judicial, establecer la jerarquía y las funciones precisas de cada una de las cortes. Una constituyente investida para confirmar o cambiar el régimen político, definir si seguimos en el presidencialismo o si adoptamos un régimen parlamentario. También podría ocuparse del periodo presidencial, del límite a las reelecciones, de la paz, de si se mantiene la circunscripción nacional para el Senado o retornamos al sistema antiguo, y, por qué no, de revocar o reafirmar poderes con el fin de relegitimar las instituciones.
En todo caso, una asamblea constituyente en una especie de "barajar y volver a dar" permitiría definir una nueva institucionalidad, redefinir el contexto político y la correlación de fuerzas con el fin de subsanar los problemas que el país está atravesando. Sería la manera menos costosa, más legítima y más democrática de encarar todos los problemas que hoy enfrentan a las tres ramas del poder y evitar que alguna de ellas asuma la condición de sacrificada o de vencedora.
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