Álvaro Valencia Tovar
El Tiempo, Bogotá
Junio 19 de 2009
Tres fechas de junio se erigen como hitos que cambiaron la historia de la humanidad en la perpetua lucha de la libertad contra la opresión. Separadas entre sí por unos pocos días pero considerable número de años, reflejan bajo distintos haces de luz rodeados de sombras, instantes de heroísmo, pasión y gloria de un lado; despotismo, crueldad, helada expresión de la tiranía del otro.
El 4 de junio de 1989, precedidos por tumultuarias expresiones de inconformidad y protesta estudiantil, un torrente humano contra el cual resultó impotente el Ejército Rojo, entró arrolladoramente al inmenso rectángulo de la plaza Tiananmen. Mao Tse-dong era ya una sombra desdibujada por la sangrienta represión de su "revolución cultural", simple y llano empleo del poder para ahogar esperanzas. Lo había reemplazado Den Xiao-ping con su apertura de la economía de mercado, cerrada férreamente a cualquier asomo de libertad política. Una larga hilera de tanques penetró a la inmensa plaza por el costado opuesto al de la muchedumbre, contenida apenas por el Ejército. La imagen de un joven, solitario, inerme frente a los monstruos de acero, erguido ante la columna amenazante, encarnó la determinación de todo un pueblo. Las tropas a pie abrieron fuego. Los tanques hicieron eco con sus bocas de ametralladoras y cañones. Una horrible matanza cuyas cifras quizás jamás se conozcan y como ocurriera en Budapest, Polonia y Praga años atrás, la tiranía pareció alcanzar una victoria que resultó efímera en sus efectos inmediatos, pero de perennidad histórica en el aliento de la libertad.
El 6 de junio de 1944, sobre las playas de Normandía, la más gigantesca armada de la historia, desembarcaba oleadas de combatientes aliados sobre cuatro cabeceras cuyos nombres-código se inmortalizarían: Utah y Omaha, encomendadas a fuerzas estadounidenses; Soword y Juno, a cargo de británicos y canadienses con algunas agrupaciones menores de combatientes de países cautivos bajo el yugo nazi, fueron escenarios de feroces batallas. Oleadas de aviones aliados golpeaban los contrafuertes rocosos para silenciar la artillería alemana, que diezmaba las sucesivas oleadas de asaltantes y los "maquis" franceses conducían sabotajes en la retaguardia para interferir el arribo de las reservas blindadas nazis.
Uno de esos momentos en que la historia parece gravitar sobre un campo de batalla precedió al Día D. Fijado para el 5, una borrasca sorpresiva en el Canal de La Mancha obligó a detener la ofensiva con las tropas ya a bordo de los navíos. Los vaticinios climáticos, dudosos, planteaban serio dilema para el comandante en jefe aliado. Aplazar la ofensiva era exponerse a perder el factor sorpresa, decisivo para el éxito. Lanzarla en medio de la borrasca, un suicidio. Ordenarla con sólo una hendija de esperanza de buen tiempo al amanecer del 6 predicha por los meteorólogos, enfrentar un desastre. El general David Eisenhower, solitario en medio de la noche, no podía perder tiempo para decidir. Sobre una simple hoja escribió: "De esta decisión suprema, sólo yo soy responsable". Y ordenó el ataque.
El domingo 25 de junio de 1950, la Guerra Fría halló en la península coreana un enrojecido punto de fricción. Cruzando el Paralelo 38° N, acordado en Yalta para recibir la rendición de las fuerzas japonesas de ocupación, 12 divisiones comunistas, dos de ellas blindadas, lanzaron aleve ofensiva contra Corea del Sur, guarnecida por tres divisiones de infantería incompletas. El Secretario General de la ONU reunió el Consejo de Seguridad que condenó la agresión y convocó al mundo libre para acudir en defensa de la nación agredida y pidió a Estados Unidos designar un comandante para la fuerza combinada. El presidente Truman, que ya había ordenado la operación de fuerzas americanas, designó al general Douglas MacArthur, héroe de la Segunda Guerra Mundial. El pronto arribo de tropas estadounidenses y británicas en apoyo de los heroicos surcoreanos contuvo la ofensiva en la cabecera de playa de Pusán. En Corea se había salvado la libertad del mundo.
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