Por Alfredo Rangel
Junio 27 de 2009
A estas alturas ya es necesario distinguir entre la protección a las víctimas y el 'victimismo'. Este último es definido en España (en todas partes se cuecen habas) como la utilización política y oportunista de la situación de las víctimas. En nuestro medio también abunda. Y, sin lugar a dudas, fue ese 'victimismo' el responsable de que no se hubiera aprobado en el Congreso la Ley de Víctimas.
El gobierno prefirió entonces asumir el riesgo de ser señalado injustamente de "tacaño" con las víctimas, y, al rechazar el proyecto de los 'victimistas', adoptó una seria postura de responsabilidad tanto con el fisco de la Nación como con las propias víctimas, decisión que, de seguro, tendrá la comprensión de la inmensa mayoría de la opinión pública. Muchos editoriales de la prensa nacional así lo confirman. La irresponsable inviabilidad fiscal del proyecto 'victimista' era evidente.
Pero no tan evidente ha sido la justeza de la posición gubernamental acerca de la necesidad de reparar a las víctimas de acciones ilegales de agentes del Estado con un procedimiento distinto al de las víctimas de los grupos irregulares. El argumento de fondo se ha eludido: mientras todas las personas que han sido objeto de la violencia de los grupos irregulares son víctimas, no lo son todas las que han sido objeto de la violencia del Estado. La sociedad le ha dado al Estado el monopolio del uso legítimo de la fuerza, por eso muchas de sus acciones violentas son legítimas y legales. Otras, que se salen de las normas legales, no lo son. Porque, como lo señala con claridad meridiana el filósofo español Reyes Mate (Anthropos, 2008), para ser víctima hay que ser inocente. Y no todas las personas que han sufrido la acción del Estado lo son: unas sí, otras no.
En pocas palabras: un guerrillero que cae abatido en un combate con el Ejército no es una víctima del Estado, porque no es inocente, estaba cometiendo el delito de rebelión. Tampoco fue víctima del Estado Pablo Escobar abatido en los tejados de Medellín enfrentándose a la Policía. Por esa razón en ninguno de los dos casos sus familiares podrían reclamar una indemnización del Estado. La acción del Estado era legítima y legal, y los abatidos no eran inocentes. Por esta razón, y respetando profundamente el dolor de sus familias, hay que decirlo con todas sus letras, como también lo recuerda Reyes Mate: no todo el que sufre es una víctima.
En cambio, sí son víctimas del Estado los jóvenes inocentes objeto de ejecuciones arbitrarias por agentes del Estado. Sus familias merecen una reparación. Pero aquí y en Cafarnaum quienes determinan cuándo la violencia del Estado es legítima y legal, y cuándo no lo es, son los jueces. Estamos en un Estado de Derecho y esa responsabilidad no la pueden asumir los alcaldes ni los personeros municipales.
Por supuesto que en esos casos los jueces deben proceder con máxima celeridad, con juicios orales y sumarios. La versión de la Ley de Víctimas que respaldaba el gobierno les otorgaba 18 meses para pronunciarse en cada caso. Adicionalmente, si se comprobaba su condición de víctima de una acción ilegal de un agente del Estado, ésta podría reclamar no sólo la indemnización a que tenía derecho toda víctima según dicho proyecto de Ley -unos 19 millones de pesos-, sino una compensación mayor por medio de una acción penal contra el Estado. Fue el caso de los familiares de Manuel Cepeda a quienes el Consejo de Estado les concedió una indemnización de 1.200 millones de pesos por una acción omisiva del Estado que permitió el asesinato del secretario del Partido Comunista a manos de Carlos Castaño.
Ojalá el Congreso retome el tema en la próxima legislatura y logre aprobar una Ley de Víctimas que sea viable, sostenible y justa, tal como lo recomienda Naciones Unidas, y no inviable fiscalmente, insostenible en el tiempo y, por tanto, injusta con las víctimas, con la sociedad y con el Estado, como lo querían los 'victimistas', aquellos aprovechadores políticos de la situación de las víctimas.
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