Por Alberto Carrasquilla
El Espectador, Bogotá
Junio 29 de 2009
Ejercicio sobre distintos caminos para mejorar la calidad de vida mediante el crecimiento y la redistribución del ingreso.
Primero, algunos hechos incuestionables. Uno deprimente, para empezar: si anualmente nuestra economía crece 4% y la población 1,7%, más o menos lo mismo que lo observado durante los últimos treinta años, nos vamos a demorar otros 30 años —una generación entera— en duplicar nuestro ingreso per cápita. Esto significa alcanzar lo que se observa hoy en un país muy parecido a México.
Segundo, un dato desafiante: si en lugar de crecer el 4%, lo hacemos al 6%, superaríamos esa meta en 16 años y tendríamos, dentro de una generación, el mismo nivel de ingreso por habitante que hoy tiene Italia.
Tercer dato: si el recaudo tributario fuese 16% del PIB anualmente a lo largo de la generación en comento, la diferencia en materia de impuestos recaudados entre las dos alternativas, crecer al 4 o al 6%, es equivalente a US$1.150 miles de millones a la actual tasa de cambio.
Ahora la fábula. Si los colombianos tomamos hoy las decisiones necesarias para crecer no al 4 sino al 6%, podríamos comprometernos a entregarle a alguien un cheque por esos US$1.150 miles de millones dentro de 30 años. Si la tasa de interés es 10% anual, nuestro acreedor nos podría entregar a cambio, e inmediatamente, un cheque por US$150 mil millones con el cual el Gobierno se podría dedicar a solventar nuestros faltantes en materia de cobertura y calidad en educación, salud, vivienda y agua potable, así como a corregir nuestro profundo atraso en infraestructura.
Pasemos a las moralejas. La primera: que es un gran error pensar que existe una contradicción de fondo entre el crecimiento económico y el progreso social o una dicotomía profunda entre la eficacia económica que logra el mercado al amparo de una regulación inteligente, de una parte, y la equidad en materia del acceso a los derechos de segunda y tercera generación que consigna nuestra Constitución, de otra.
La segunda moraleja: que la mejor política fiscal es el crecimiento económico. Poner a bailar la tasa de tributación al son de los últimos sucesos, generando incertidumbre y zozobra, usualmente va en contravía de la expansión empresarial y el crecimiento.
La tercera moraleja: que una política pública dirigida terca y monolíticamente a crear las condiciones para que el sector privado produzca crecimiento y pague impuestos, basta como fuente para financiar en grande nuestro progreso.
La cuarta moraleja: que la responsabilidad social más importante que tiene un empresario es ser exitoso, crecer su empresa y acatar las normas tributarias. No obstante su valor propagandístico, no existe iniciativa escolar, ni ambiental, ni cultural, ni de género que sustituya el potencial impacto social derivado del éxito empresarial.
La quinta moraleja: que la redistribución de los recursos, de los más a los menos pudientes, se debe entender como una obligación que nos compete cumplir a través del gasto público, convirtiendo los impuestos que pagan los más pudientes, en las obras y los hechos que necesita la población menos pudiente, no a través de la política tributaria, ni de la regulación bancaria, ni de la política comercial.
La sexta moraleja: que una cosa es el déficit fiscal y otra muy distinta la sostenibilidad fiscal. Las finanzas públicas en los primeros años de mi ejemplo serían muy deficitarias y causarían el usual despeluque de aquellos comentaristas obsesionados con los flujos de caja y el mes entrante. Pero, por construcción, dichos faltantes son temporales y las finanzas públicas son sostenibles en el tiempo: los US$150 mil millones que el Gobierno gastaría al comienzo, en exceso de sus ingresos, los paga más adelante a precios de mercado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario