lunes, 22 de junio de 2009

El feminismo y el cerebro masculino

Por Naomi Wolf *

El Tiempo, Bogotá

Junio 22 de 2009

NUEVA YORK. Los norteamericanos de mi generación crecieron con el disco infantil de los años 1970 "Free to Be... You and Me" (Libres de ser... Tú y yo), en el que Rosey Grier, una gigantesca ex estrella del fútbol, cantaba "It¿s Alright to Cry" (Está bien llorar). El mensaje: las niñas podían ser fuertes, y a los niños se les permitía no serlo.

Durante casi 40 años ha prevalecido la crítica feminista occidental del estereotipo rígido de roles sexuales que imperaba en esa época. En muchos sentidos, ha erosionado o incluso eliminado el tipo de limitaciones arbitrarias que convertían a niños apacibles en hombres agresivos y encerraban a jovencitas ambiciosas en empleos de poca paga.

Comprensiblemente, las feministas muchas veces le huían a la evidencia científica que desafía esta crítica de los roles sexuales. Después de todo, dado que los argumentos sustentados en la biología sobre la diferencia de género históricamente han sido utilizados para justificar el sometimiento de las mujeres, las mujeres se han mostrado renuentes a admitir 'cualquier' diferencia innata, por temor de que fuera utilizada en su contra. Pero, en vista de los recientes descubrimientos científicos, ¿acaso la resistencia feminista a aceptar cualquier señal de una diferencia de género innata no ha creado más que nuevos prejuicios?

La crítica feminista, por ejemplo, rehizo por completo la educación de nivel elemental, donde quienes toman decisiones suelen ser mayoritariamente mujeres: la construcción de jerarquías masculinas en el patio de recreo hoy en día suele ser reorientada por miedo al "patoterismo", al mismo tiempo que se espera que niños y niñas por igual "compartan" y "procesen" sus emociones. Pero muchos educadores han empezado a sostener que este tipo de intervención en lo que podría ser un aspecto estructurado del "ser varón" puede derivar en un desempeño académico deficiente de los varones con respecto a las niñas, y a diagnósticos más frecuentes de problemas de comportamiento, trastornos por déficit de atención y demás.

Y la educación es sólo el principio. Toda una disciplina académica surgió a partir de la crítica sistemática de la tendencia masculina a crear jerarquías, tomar partido por la territorialidad y sentir atracción por el conflicto. Cuando yo estaba en la universidad, la solución feminista al "patriarcado" era un mundo imaginario sin jerarquía, donde la gente verbalizaba todo el día y creaba lazos emocionales.

Esta crítica de la "masculinidad" también afectó dramáticamente las relaciones íntimas: las mujeres eran alentadas a expresar su insatisfacción con la negación de los hombres a "compartir" sus vidas interiores.

Las mujeres se quejaban de que no las escuchaban, de los hombres que desaparecían después del trabajo a juguetear en el garaje o abstraerse frente al televisor. Pero, por más sinceras que fueran, estas quejas suponían que los hombres 'eligen' todo su comportamiento.

Hoy, un torrente de análisis científicos, basados en tecnología de escaneo cerebral y nuevos descubrimientos antropológicos y evolutivos, sugiere que tal vez hayamos tenido la cabeza hundida en la arena y que debemos estar dispuestos a lidiar con lo que parecen ser al menos algunas diferencias genuinas y mensurables entre los sexos.

El más famoso de estos estudios, 'La anatomía del amor', de la antropóloga Helen Fisher, explica el ímpetu evolutivo para las tendencias humanas en el noviazgo, el matrimonio, el adulterio, el divorcio y la crianza de los hijos. Algunos de sus hallazgos son provocadores: parecer ser, por ejemplo, que estamos estructurados para una monogamia serial y debemos esforzarnos mucho para mantener vínculos de pareja; que las mujeres altamente orgásmicas gozan de una ventaja evolutiva y que el coqueteo entre primates se asemeja mucho a la manera en que hombres y mujeres jóvenes muestran su interés sexual hoy en día en un bar.

Es más, en su descripción de nuestra evolución, Fisher observa que los machos que podían tolerar largos períodos de silencio (esperando a que aparecieran animales en una actitud de caza) sobrevivieron para transmitir sus genes, y así seleccionaron genéticamente preferir "espacio". Por el contrario, las mujeres sobrevivieron mejor vinculándose con otras mujeres y creando comunidad, ya que estos grupos eran necesarios para recoger raíces, nueces y moras, al mismo tiempo que se ocupaban de sus hijos pequeños.

Al leer a Fisher, uno se siente más inclinado a dejar que los chicos solos se desafíen mutuamente y prueben su entorno, y a aceptar que, tal como ella lo dice, la naturaleza diseñó a hombres y mujeres para colaborar por la supervivencia. "Colaboración" implica libre voluntad y elección; ni los primates machos logran dominar o controlar a las hembras. En su análisis, a hombres y mujeres les sirve compartir sus fortalezas a veces diferentes, pero a menudo complementarias -una conclusión que parece tranquilizadora, no opresiva-.

'¿Qué podría estar pensando él?', de Michael Gurian, un consultor en el campo de la neurobiología, lleva este conjunto de reflexiones un poco más allá. Gurian sostiene que el cerebro de los hombres, en realidad, se puede sentir invadido y abrumado por un exceso de procesamiento verbal de las emociones, de manera que la necesidad de los hombres de aislarse o hacer algo mecánico y no emocional suele no ser un rechazo de sus esposas, sino una necesidad neural.

Gurian incluso propone que el cerebro masculino, a decir verdad, no puede "ver" el polvo o la ropa sucia que se apila como suele hacerlo el cerebro femenino, lo cual explica por qué hombres y mujeres tienden a realizar las tareas domésticas de diferente manera. Los hombres, por lo general, 'no pueden' oír los tonos más bajos de las mujeres y sus cerebros, a diferencias de los de las mujeres, tienen un estado de "descanso" (el hombre, en realidad, muchas veces no está pensando en "nada").

Es más, Gurian sostiene que los hombres tienden a criar a los hijos de manera diferente que las mujeres por razones similarmente neurológicas, y así alientan un comportamiento más arriesgado y una mayor independencia, con menos conciencia de los detalles de su alimentación. Uno puede ver las ventajas de los chicos que tienen ambos estilos de paternidad. Gurian insta a las mujeres a intentar actividades lado a lado, y no sólo una verbalización cara a cara, para experimentar cercanía con sus parejas.

De alguna manera, todo esto es más liberador que exasperante. Gran parte de lo que enfurece a las mujeres, o las lleva a sentirse rechazadas o desoídas, tal vez no refleje un rechazo consciente o incluso sexismo de parte de los hombres, sino simplemente ¡el cableado de sus cerebros! De acuerdo con Gurian, si las mujeres aceptan estas diferencias biológicas y las elaboran en sus relaciones, los hombres responden con gran aceptación y devoción (muchas veces expresada no verbalmente). Las mujeres que han adoptado estos hallazgos dicen que las relaciones con los hombres en sus vidas se vuelven mucho más tranquilas y, paradójicamente, más íntimas.

Nada de esto significa que hombres y mujeres no deberían intentar adaptarse a los deseos del otro, pedir una responsabilidad compartida en las tareas domésticas o esperar ser "oídos". Pero sí puede implicar que podemos entendernos entre nosotros un poco mejor y ser más pacientes en nuestra búsqueda de la comunicación.

Tampoco la investigación científica reciente implica que los hombres (o las mujeres) sean superiores, y mucho menos justificar una discriminación injusta. Pero sí sugiere que una sociedad más pluralista, abierta a todo tipo de diferencias, puede aprender, trabajar y amar mejor.

* Naomi Wolf es una activista política y crítica social cuyo libro más reciente es Give Me Liberty: A Handbook for American Revolutionaries (Dame libertad: un manual para los revolucionarios norteamericanos).

Copyright: Project Syndicate, 2009.


www.project-syndicate.org
Traducción de Claudia Martínez

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