Por José Obdulio Gaviria
El Tiempo, Bogotá
Junio 17 de 2009
No es necesario tener doctorado en derecho. No hay que ser un gomoso de la lectura de las sabrosas sentencias redactadas por el maestro Fernando González. No, no es necesario haber leído la impecable prosa de Luis Carlos Pérez, o la graciosa defensa de Alzate Avendaño de unos manizalitas amotinados, para saber una cosa rudimentaria, ínfima, del lenguaje jurídico: que hay denuncias y que hay denuncios. Esto lo enseñan en primer semestre: denuncio es la acción de denunciar una mina; denuncia es dar noticia de la comisión de un delito.
Hojeando y ojeando la revista Cambio, me topé con la foto de Augusto Ibáñez, presidente de
Es obvio que no había una ironía inteligente en sus palabras. Que nos estuviera recordando a los generosos donantes que fueron (¿son?) una mina de oro para ciertos magistrados a los que les llegaban relojes, botines, farras en enotecas, boletos para chárteres y dinero en efectivo -consignado en sus cuentas y detectado por
El doctor Ibáñez es un político menor, militante de base de un partido que hace parte de la coalición de gobierno. Un partido en cuyo seno se ha ido fraguando la constitución de una tendencia disidente y minoritaria en contra del presidente Uribe. Sí, el doctor Ibáñez milita en esa corriente. Y, claro, se me hacía conocido porque, en el 2006, fue un activo -y frustrado- candidato que buscó ser elegido al Congreso y en su intento obtuvo un guarismo lamentable: 2.303 votos.
Derrotado en su aspiración de ir a hacer oposición al Congreso, el doctor Ibáñez y sus amigos siguieron en la dura brega de encontrarle coloca al descolocado. Buscaron en superintendencias, en otros despachos intermedios, pero, como decía un curita muy humilde sobre su falta de méritos para ser ordenado: "yo resulté en una escasez que hubimos". Y, así, el candidato terminó liando bártulos para
Los colombianos tenemos que ser optimistas. Personajes como Ibáñez son episódicos, efímeros. Sus agresiones contra el Presidente y su gobierno poca mella hacen. El pueblo, juez último, sabe muy bien quién es uno e irá entendiendo, poco a poco, quién y quiénes son los otros. ¡Qué lástima! Colombia, a pesar de las admoniciones de los filósofos, cayó por estos días en la peor enfermedad política: la politización de la justicia o la judicialización de la política. Como dice Rubio Llorente, esas son dos situaciones patológicas de las que un sistema democrático asentado debe huir como de la peste.
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