Por Hernán Avendaño Cruz*
Revista Ámbito Jurídico, Bogotá.
Año XII – No. 278; 27 de julio al 9 de agosto 2009.
“A diferencia de la crisis económica, de la cual se tienen esperanzas de salir a finales del presente año o en el transcurso del próximo, los problemas alimentario y energético no serán fácilmente superados, pues en gran medida obedecen a causas estructurales”
Actualmente el término “crisis” automáticamente lo asociamos con la caída del PIB de las economías desarrolladas y la forma en que el deterioro de la actividad productiva se está transmitiendo al resto del mundo.
Sin embargo, esa no es la única crisis que vive el mundo. Como un creativo autor la bautizó, actualmente hay una crisis FEA: F por financiera, E por energética y A por alimentos.
Hace menos de un año los medios y los expertos tenían puesta la atención sobre la crisis alimentaria y la crisis energética. Los países de todas las latitudes enfrentaban presiones inflacionarias causadas por los elevados precios de los alimentos y los combustibles, y en diferentes países se registraban protestas por el desabastecimiento de productos de primera necesidad, el aumento del costo de vida y la caída de los ingresos reales.
El debate giraba en torno al impacto de los combustibles fósiles en el calentamiento global y la necesidad de encontrarles sustitutos; el surgimiento de los biocombustibles como potencial alternativa; la creciente demanda de energéticos por economías como China; y la actividad de los especuladores en los mercados de futuros; al tiempo, se registraba el disparo de los precios del petróleo, el carbón y otras fuentes de energía.
Simultáneamente, los precios de los alimentos rompieron la larga tendencia descendente y empezaron a subir a ritmos crecientes, especialmente durante 2007 y los primeros meses de 2008. Se debatían entonces las posibles causas de ese comportamiento: la reducción de los inventarios mundiales por el cambio en la dieta alimentaria de China e India, como consecuencia del acelerado crecimiento del ingreso; el aumento del precio de los fertilizantes ocasionado por los mayores precios del petróleo; la creciente competencia de los biocombustibles por el uso de alimentos como materia prima para su producción; y el cambio climático, que extremó los fenómenos naturales –sequías e inundaciones– y sus impactos en las cosechas, entre otros.
La reacción de muchos gobiernos fue el aumento de las importaciones de alimentos para incrementar sus inventarios, la reducción de aranceles y la adopción de políticas proteccionistas como el control de precios al consumidor, la imposición de aranceles a la exportación, y la prohibición de exportar algunos productos. El resultado final fue el fortalecimiento de la tendencia alcista de los mercados.
Estos temas fueron desplazados del escenario principal desde septiembre de 2008 por las dimensiones inesperadas que adquirió la crisis financiera, originada en el segmento de hipotecas subprime de los Estados Unidos en 2007. Con la quiebra de la banca de inversión Lehman Brothers, se precipitó en el mundo desarrollado la contracción del PIB, la caída de la producción industrial y una fuerte desaceleración del comercio mundial.
Hasta ese momento, las economías subdesarrolladas se mantenían como si nada estuviera pasando. El temido canal del crédito, a través del cual se transmitió la crisis asiática entre los mercados emergentes en la década anterior, no parecía estarles ocasionando mayores problemas; bien que mal se mantenía el acceso al crédito y algunos gobiernos seguían colocando bonos en los mercados internacionales.
Pero la caída del comercio mundial afectó rápidamente a las economías subdesarrolladas, ocasionó la contracción de la industria, la revisión a la baja de las proyecciones de crecimiento y la destrucción de la esperanzadora hipótesis del “desacople”.
Como la contracción de la demanda mundial repercutió en la caída de los precios internacionales de los productos básicos, las autoridades económicas sintieron un alivio al ver reducir las presiones inflacionarias; así, el tema de la crisis alimentaria y el problema de los combustibles desapareció de los medios.
El precio del petróleo, que había alcanzado un máximo de US$145 por barril en junio de 2008, empezó una caída libre hasta US$35 en enero de 2009. Por su parte, el índice de precios de los alimentos de
Sin embargo estas crisis siguen ahí, como lo indica el repunte de precios del petróleo y los alimentos en el presente año. A diferencia de la crisis económica, de la cual se tienen esperanzas de salir a finales del presente año o en el transcurso del próximo, los problemas alimentario y energético no serán fácilmente superados, pues en gran medida obedecen a causas estructurales.
Por ahora, Colombia tiene una situación favorable frente a ellas. Es un país superavitario en alimentos –aun cuando podría verse afectado por la oferta y los precios de los cereales importados– y cuenta con amplia disponibilidad de tierras para crecer la producción de biocombustibles con las materias primas más eficientes (caña de azúcar y palma de aceite), sin necesidad de sacrificar la producción de alimentos.
Pero es necesario pensar como planeta, pues hay problemas que demandan una solución colectiva. ¿Cómo garantizar la adopción efectiva de medidas que reviertan las tendencias de contaminación y deterioro ambiental? ¿Cómo minimizar los esperados efectos negativos del aumento de la temperatura del planeta sobre la agricultura? ¿Cómo racionalizar la producción de biocombustibles frenando la destrucción de bosques naturales? ¿Cómo mitigar el impacto de los altos precios de los alimentos en la población más pobre?
Esos son algunos de los retos que plantean los componentes olvidados de la crisis FEA y evidencian la necesidad de definir mecanismos para que las coyunturas no los releguen al segundo plano.
* Jefe Estudios Económicos Mincomercio
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