sábado, 12 de septiembre de 2009

Eldorado atascado

Por Paloma Valencia Laserna

El País, Cali

Septiembre 12 de 2009

La historia del aeropuerto Eldorado de Bogotá caracteriza la administración pública colombiana. Sin muchos comentarios adicionales, el lector reconocerá esos patrones.

En el 2007 el aeropuerto movilizó 12,7 millones de pasajeros y se apuntaló en el cuarto lugar en Latinoamérica. Fue, además, el primero del área en movilización de carga, pues transportó 585.598 toneladas en el año. Estas cifras han mostrado una tendencia creciente en los años siguientes. Si bien el trafico aéreo nacional representa una proporción importante del movimiento, la localización estratégica de nuestro país le da al aeropuerto la posibilidad de consolidarse como una puerta de acceso hacia y desde el continente suramericano. A esa ventaja estratégica se oponen innumerables descalabros en sus instalaciones y su operación.

Su construcción se inició bajo el gobierno del general Rojas, la infraestructura lo hacía el más moderno de Latinoamérica, capaz de atender un tráfico de dos millones de pasajeros. Fue inaugurado en 1959 por el presidente Alberto Lleras, quien en su discurso lo consideró sobredimensionado, y eso que la segunda pista de los diseños no se hizo. Ya para 1973 el aeropuerto había superado los tres millones de pasajeros al año y la segunda pista era una necesidad inminente. Ésta sólo sería inaugurada 25 años después.

La imposibilidad de seguir operando en las ahora estrechas instalaciones, que han crecido mediante agregados, dio lugar a una licitación para su modernización y ampliación que costará US$ 600 millones. El concesionario desde el 2007 y durante los siguientes 20 años es Opain, una firma de empresarios colombianos y suizos. La idea es que el aeropuerto quede habilitado para tener un trafico de 16 millones de pasajeros y 1,5 millones de toneladas de carga al año.

Y han sido invertidos US$130 millones, pero hay una nueva encrucijada: debe o no ser demolido el terminal de pajareros actual para dar lugar a uno nuevo, más moderno, capaz de integrarse a las nuevas obras y crecer al ritmo que el país puede requerir o, como lo estableció el contrato de concesión, debe conservarse y ser adaptado. La cuestión no se limita a la conveniencia, pues para todos resulta evidente que lo lógico es hacer un nuevo terminal y no seguir estirando una edificación que ya cumplió su ciclo.

El problema se retrotrae al contrato. Para la Procuraduría esa reforma del objeto contractual es ilegal. Se trata de una protección. Luego de un arduo proceso de licitación, donde ha sido seleccionado un contratista dejando por fuera otros, es pensable que con ese nuevo objeto contractual la licitación hubiera sido diferente y otras firmas hubiera podido ganar, pues el tiempo concesionado aumentará.

Mientras el Consejo de Estado estudia cuál de los males es mejor, las obras de la fase tres no inician y la incomodidad para los usuarios crece. Hoy en día para salir del país, por poner un ejemplo, hay que hacer una fila infinita, subdividida. La primera eterna y desordenada de la aerolínea, incomodando otros viajeros, luego una para saber si el pasabordo corresponde al tenedor, luego fila para una revisión de seguridad y luego fila en el DAS. Después, una que se extiende sobre más de la mitad del ‘duty free’ para otra revisión de seguridad. Luego otra de seguridad a la entrada de las salas. Y finalmente, si logró hacerlo entre las escasas tres horas, podrá empatar en la fila para entrar al avión.

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