Por Sergio De La Torre
El Mundo, Medellín
Septiembre 20 de 2009
Ya designaron el ponente que estudiará la exequibilidad de la ley del referendo. El magistrado a quien le cupo en suerte (la expresión es la adecuada: no sabemos si para bien o para mal suyo) tamaño enredo, es de prever que, para evitar confrontaciones y dada la enjundia del tema, en lugar de fijar su posición personal (si es que la tiene, que no es forzosamente necesario) y presentar una propuesta, tome por el atajo de en medio y recoja la opinión prevaleciente entre sus compañeros de corporación.
La discusión sobre si la Corte, al calificar el alcance y requisitos de la ley, ha de limitarse a la forma, o puede además abocar el fondo, es tan irrelevante como dañina. Porque en asunto tan grave como el allí implicado, forma y fondo, a la hora de la verdad, son las misma cosa. Las formalidades que obligan a un referendo son exigentes y complejas porque derivan del fondo mismo del asunto, vale decir de su trascendencia, de sus hondas consecuencias en el orden político y social. Y a su vez el calado de la empresa política que se proyecta en un referendo como el que nos ocupa y preocupa, determina lo engorroso de los requisitos. Forma y fondo, pues, se cruzan en este caso como si hicieran parte de un todo indisociable. Lo que hoy se pretende es nada menos que un tercer período consecutivo para el presidente en funciones, lo cual rompe con una tradición dos veces centenaria. Ni el propio Bolívar pudo perpetuarse en el mando. Y no porque le faltaran ganas. Alguna vez intentó, replicando al bonapartismo en su primera fase, implantar aquí la monarquía, en cabeza suya. Esa primera fase fue la que Francia vivió, cuando Bonaparte, siendo Primer Cónsul (primo inter pares en un esquema más bien civil y colegiado de gobierno) se autocoronó erigiéndose en emperador vitalicio. En Colombia, pues, ni el mismísimo Bolívar consiguió apoltronarse en el poder, dada la atmósfera leguleyista o santanderista que por entonces ya se respiraba en nuestro medio.
Es difícil diferenciar entre contenido y forma, en tratándose de una iniciativa popular vertida en una ley, como la que tenemos a la vista. Es bien difícil, aún atendiendo con el mayor esmero los arduos requisitos y condiciones establecidos o deducidos en la norma, tanto en su letra como en su espíritu.
Es incierta y deleznable la propia jurisprudencia de la Corte cuando al avalar la primera reelección sugirió que ninguna reforma en el futuro podría sustituir la Constitución. Primero, porque lo dijo a propósito de una iniciativa de origen congresional y no de origen popular, soportada en firmas, como la actual. Y segundo, porque cualquier enmienda que se haga a la Constitución de hecho la está sustituyendo, en todo o parte.
Dígaseme, si no, cuál es la reforma a la Carta que no la suplanta, en lo pertinente. Vale decir, que no reemplaza un texto por otro. Cualquier debate al respecto resulta necio. O semántico, que es todavía más triste. Así lo plantee la propia Corte, que al revisar las leyes interpretando normas superiores, debe atender también la lógica de las cosas y el sentido común, aunque ello les parezca pedestre a ciertos jurisperitos, o exégetas por afición, que suelen aislar las normas de su transfondo y contexto, sacralizándolas como si se tratara de las Tablas de la Ley reveladas a Moisés.
Quien revise e interprete debe entonces ajustarse a la racionalidad última, elemental, del devenir político. Así se trate de las cláusulas constitucionales llamadas “pétreas” que, en rigor, no existen sino en la voluble, veleidosa imaginación de quienes creen que hay disposiciones o preceptos intangibles, inamovibles, en la Carta Magna, desconociendo al Congreso y su poder constituyente delegado. O bien desconociendo al constituyente primario, que es el pueblo mismo, titular de la soberanía, que sería el caso aquí comentado.
La suprema finalidad del constitucionalismo moderno – y la razón de existir de sus celosos cultores y guardianes - es preservar las formas, pero preservar también la democracia, basada en el principio de mayorías, cuya aplicación se hace respetando a la minoría, por supuesto, pero sin llegar a pretermitirlo en aras de ese respeto. Ya proseguiremos estas elucubraciones, desganadas e inocentes, sobre cosa tan crucial como la que está en juego.
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