domingo, 13 de septiembre de 2009

Loas por el encargo

Por Sergio De La Torre

El Mundo, Medellín

Septiembre 13 de 2009

Escoltado por Oliver Stone, el presidente Chávez hace su entrada al recinto del Festival de Venecia. Es la nueva y rutilante vedette que, mientras recibe la ovación del público, desfila por la misma pasarela por donde avanzan, en grupitos, las grandes luminarias del espectáculo.

La escena es muy reveladora de quienes en ella participan como actores y como espectadores, de su esplendor y miserias. En primer lugar porque Chávez, en sí, es un espectáculo, para el oído y la vista de quienes se entretienen con esta clase de especímenes, y de sus semejantes, los payasos. Solo que el payaso desempeña su oficio a sabiendas, consciente de sus pantomimas, que practica por necesidad, para ganarse la vida. Es un actor que finge sus extravagancias.


El personaje citado, en cambio, dudo que siempre lo sea. Lo que de su boca sale no es que lo hable sino que lo deyecta, desacompasado y en desorden como en la diarrea. Lo cual suele ocurrirle a los megalómanos cuando a la vez son histriones: les urge centrar la atención de los demás en sus palabras, sus ademanes y su figura, que presumen perfecta, e irresistible. Creen poseer aquello que en el mundo político se denomina “carisma”, que no es otra cosa que el efecto del miedo, del magnetismo inicial, o del poder avasallante. Desde lo profundo de su alma, desde las vísceras mismas, reclaman reconocimiento. Y como necesitan del aplauso ajeno para reafirmarse, se rodean de una cohorte de áulicos que asienten, con aire de entendidos, a todo cuanto digan, y baten palmas de primeros para provocar el entusiasmo de la concurrencia. Cuando no llevan su tropilla de paniaguados se valen de un mercenario como el director de marras, que no regala nada y siempre cobra por su trabajo. Nunca sabremos cuánto le pagaron por su película, hecha en obsequio del coronel, de sus aparentes atributos y falsas virtudes, con cargo al tesoro venezolano, que saquean sin medida para comprar apoyo, o comprar silencio, según sea el caso, dentro y fuera del país. Como no supimos cuánto iba a recibir, o alcanzó a recibir venturosamente, por la grabación de la entrega de Emmanuel hace 2 años, en el show que habían preparado él y los secuestradores, y que se malogró porque faltó el niño mismo, que no estaba en su poder. Los peores criminales a veces son tan idiotas como crueles.


Pero la dolencia que arrastra Chávez (esa megalomanía extrema, que a cualquier otra persona, ya interdicta e internada, le estarían tratando en un hospital psiquiátrico, cuando no en el frenocomio) hace pensar que cuando actúa, presa de su inmoderado narcisismo, se comporta como un clown.


Y hasta nos luciría divertido de no ser por lo perturbadora y peligrosa que puede resultar esa conducta en un tiranuelo sin quien lo vigile. Me explico con un ejemplo: cuando el presidente ecuatoriano Bucaram protagonizaba un escándalo a nadie le importaba mucho, pero cuando el bufón es Chávez (a cuyo delirante apetito expansionista, ya la propia Gran Colombia de antes le resulta pequeña) el riesgo latente es inocultable.

El film de Oliver no fue bien recibido ni siquiera por el público que, vitoreándolos, asistió al estreno. Menos aún por la crítica. Lo recibieron sí como un panegírico, plano y vulgar. Mera propaganda, asaz parcializada, sin gracia ni matices, a favor de quien lo patrocinó. Efectivamente, no hay la menor objetividad en el enfoque del personaje y de su entorno. Por algo su director venía ya en franca decadencia desde hace 10 años cuando, agotada su fecundidad artística, alcanzó su nivel de incompetencia, conforme a lo que los gringos llaman “principio de Peters”, en homenaje al tratadista que lo postuló. En desarrollo del pragmatismo que les es propio, a la ardua e implacable emulación por el éxito en que viven trenzados y donde triunfan los fuertes mientras languidece la masa ignara de los débiles, los gringos se han inventado cosas tales como el “coeficiente de inteligencia”. Y esos índices de rendimiento y productividad que aplican en las empresas, pero también en el mundo de la cultura y el arte, donde la derrota y el fracaso siempre acechan, aún a los artistas los más laboriosos y creativos.


Un realizador como Stone, con su crédito ya en el piso, solo consigue impresionar a un hombre agreste y elemental como Chávez. Fue tal el fiasco de aquél en su penúltima película, dedicada a Bush (el peor gobernante de los Estados Unidos en toda su historia y por ende el más vulnerable y fácil para que cualquiera pudiera mofarse, escarnecerlo y caricaturizarlo) que el presidente salio mejor librado en ella que su propio director.

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