Por Jorge Orlando Melo
El Tiempo, Bogotá
Agosto 6 de 2009
En agosto del 2002, Colombia ratificó el Tratado de Roma, que establecía que cuando el Estado no hubiera castigado a los culpables de genocidio, delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra, estos podrían ser juzgados por la Corte Penal Internacional. Lo de genocidio no era aplicable en Colombia, pues la definición de este delito no corresponde a lo ocurrido aquí. En cuanto a crímenes de lesa humanidad, el tratado entró en vigencia inmediata. Se trata de delitos como el homicidio, la tortura, la violencia sexual o la desaparición forzada, pero solo cuando se cometen en el contexto de un ataque sistemático y generalizado contra la población civil.
Los típicos actos de la guerrilla contra civiles, homicidios o secuestros no constituyen en principio delitos de lesa humanidad, pues no hacen parte de una estrategia sistemática y generalizada de ataque contra un grupo civil. Es posible, pero no es claro y en mi opinión una probabilidad remota, que algunos actos de los paramilitares caigan en esta definición, por la elección de pueblos enteros como víctimas de su acción, y en este caso se pueda llevar a la Corte Penal Internacional a los responsables, incluyendo, si los hay, militares cómplices, aun si su responsabilidad fue por omisión o por falta de control.
Lo que sí era pertinente era que la Corte juzgara, si el caso estaba impune, los ataques a la población civil o a los organismos humanitarios, el lanzamiento de cilindros de gas en zonas urbanas, el reclutamiento de niños, la toma de rehenes, el uso de civiles como escudos: los crímenes de guerra, los relacionados con el conflicto interno. Pero, en forma incomprensible, el gobierno de Pastrana decidió, con aprobación del presidente electo, que estos delitos caerían bajo la jurisdicción de la Corte sólo si se cometían después de noviembre del 2009.
Se dijo, con un argumento muy débil, que era para permitir negociaciones con la guerrilla; aunque no se dijo entonces, probablemente algunos pensaban que esto era aplicable a una eventual negociación con las Auc. Y era débil, porque nada anterior a noviembre del 2002 cae bajo la jurisdicción de la Corte. La amenaza de su posible intervención más bien podía inducir a los grupos armados a respetar el Derecho Internacional Humanitario, aun si persistían en su guerra y seguían emboscando soldados, atacando estaciones de policía o reteniendo agentes capturados en operaciones militares, delitos que no son perseguidos por la Corte Penal, la que tampoco puede juzgar a nadie por "terrorismo".
Sigue siendo un misterio, que para mí desafía toda comprensión, cómo se llegó a la conclusión de que para negociar con las Farc o con las Auc se les debía garantizar que no serían sometidos a la Corte Penal por crímenes de guerra o por delitos contra civiles cometidos cinco o seis años después del 2002. El mensaje fue que los grupos armados tenían unos cuantos años en que podían seguir cometiendo atrocidades, pero que en el 2009 el plazo se acababa y los que no hubieran negociado la paz ya no podrían hacerlo, pues después del 2009 no se podrán conceder indultos ni amnistías.
Esto no es exacto y crea ilusiones y equívocos. Amnistías generales, leyes abstractas de punto final, que cesan todo procedimiento sin investigar, dejan de ser aplicables, es cierto. Pero un tratamiento como el de la Ley de Justicia y Paz habría resistido sin duda el análisis de la Corte, aun si el tratado hubiera tenido vigencia plena desde el 2002. Una negociación de paz seguirá siendo posible, aunque no podrá basarse en la impunidad para los delitos atroces.
Pero pronto esta presión a los grupos armados y a los militares que actúan por fuera de la ley estará activa. A veces, por fortuna, el tiempo se encarga de borrar los peores errores, aunque no se puedan recuperar los años perdidos.
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