viernes, 7 de agosto de 2009

"Mea culpa"

Por Plinio Apuleyo Mendoza

El Tiempo, Bogotá

Agosto 7 de 2009

Cuando creía conocer a Noemí Sanín, descubro con asombro, luego de leer una columna de Antonio Caballero recomendada por Julio Sánchez Cristo en La W, que los colombianos hemos sido víctimas de un engaño. En vez de la mujer inteligente, valiosa y confiable que todos veíamos, Caballero nos descubre otra Noemí. Siniestra, terrible. ¿Cómo no lo habíamos adivinado? Imposible no darle crédito a un periodista tan prudente, responsable y equilibrado como él, a quien nunca lo han movido aversiones o simpatías a la hora de formular un juicio.

Sabemos ahora, gracias a Caballero, que Noemí Sanín supera en maldad, oportunismo y codicia a la propia Cleopatra, la famosa reina de Egipto cuyos encantos y hechizos diabólicos le permitieron manipular las más vistosas figuras de su época. Sólo que, en nuestro ámbito doméstico, los personajes manejados con iguales armas por Noemí no se llaman Ptolomeo XIII, Ptolomeo XIV, Julio César o Marco Antonio, sino Belisario, Virgilio, César (y no Julio César), Ernesto y ahora Álvaro. Y del mismo modo que fue Octavio el único que no cayó en las redes de la malvada reina de Egipto, entre nosotros tal honor le cabe al desconfiado Andrés. Nada logró con él Cleopatra la nuestra, convertida en un heliogábalo del poder.

De algún modo misterioso consiguió siempre lo que se proponía. A sus encantos debió sumar una extraña hipnosis para llegar a los más altos cargos, obtener acuerdos muy favorables al país por parte de otros gobiernos y ganarse las simpatías y la gratitud de nuestros compatriotas en los países donde estableció su reino diplomático: Venezuela, bajo Virgilio; la propia Cancillería, bajo César; el Reino Unido, bajo Ernesto, y España, y de nuevo Reino Unido, bajo el mandato de Álvaro. Pero, ¿quién podría creerlo? No solo jugó con nuestros presidentes, sino también con los partidos políticos, engañándolos con aritos de humo como a niños y saltando de uno a otro, según las circunstancias, del mismo modo que un vistoso colibrí vuela de flor en flor.

Áspid, la llama con toda razón Caballero, a quien todos los colombianos, en cambio, lo comparamos con una inocente paloma incapaz de escupir veneno por su pico. O por su pluma. Aunque las nieves del tiempo han encanecido sus barbas, sigue teniendo la firmeza y la candidez del joven periodista que nos orientaba desde las columnas de Alternativa. Inconforme, ajeno a los privilegios, rechazó siempre la corbata como signo de identificación de la burguesía (pese a que algunos, sin comprender el significado profundo de este rechazo, lo vean en los cocteles como un anciano descuidado). No debemos olvidar que la misma aversión por los atuendos formales, por el imperialismo o el neoliberalismo la comparte con los más vistosos líderes del continente: Chávez, Evo, Correa y el cristalino Ortega. Por algo el más famoso de nuestros rebeldes en armas, Manuel Marulanda, no tuvo inconveniente en invitarlo a su residencia en el Caguán, cuando existía la zona de despeje. ¡Qué deliciosa charla debió de ser aquella! De sus palabras debían de caer pétalos de paz, estoy seguro.

Como nadie, Caballero sabe dónde en política está el bien y dónde el mal. Es una lástima que la mayoría de los colombianos no hayan captado la profundidad de sus juicios. Si lo hicieran, comprenderían cómo es de equivocada la política de seguridad democrática de Uribe y cómo todo era mejor, más tranquilo, antes de que él llegara al poder. Al lado de Julito Sánchez y su agudo escudero Félix de Bedout, nos correspondería conocer sus orientaciones para saber por quién debemos votar y por quién no. Sería lo aconsejable.

(Aunque, para ser franco y muy a pesar suyo, me sentiría más seguro votando por Cleopatra que por una Piedad Córdoba. Mea culpa.)

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