viernes, 5 de junio de 2009

La magia de la palabra hablada

Por Oscar Tulio Lizcano

La Patria, Manizales

Junio 5 de 2009

El radio, el siempre y tutelar radio era todo. Si no tenía radio no tenía nada. Era mi vida. Gracias a un pequeño transistor viví conectado con mi familia. Escuchaba la voz de mi linda “Barquerita”, por ello titulé un poema “La diosa voz de mi amada”. 

Un plástico, una aguja, la hoja de un árbol, un papel, un esfero, un radio, fueron mis tesoros en los 3.004 días que soporté en las selvas inhóspitas de Risaralda y Chocó, esta última, la segunda región más lluviosa del mundo. Allí la vida es otro cuento. Las condiciones de un secuestrado cambian radicalmente porque se vive en la escasez más absoluta, lo poco que se posee -que es la vida misma-, adquiere una dimensión sin límite. Entonces, un objeto por insignificante que parezca resulta ser un botín que se lleva hasta el último día en que uno decide dar el primer paso hacia la libertad. 

En mi caso, cuidé con mucho esmero un plástico negro pequeño que llevaba siempre. Era la vida del monte, gracias a él tuve agua para calmar mi sed y agua para el baño. Clavaba un cerco de ramas, luego cavaba un pozo en la punta de la caleta y con el plástico forraba el hueco para que cuando lloviera se llenara de agua. Para que lo hiciera más rápido, colgaba una hoja de árbol puntiaguda en un extremo de la carpa. Me servía como un bajante de agua. 

Además del plástico, guardé con devoción irresistible una aguja oxidada que me acompañó durante los últimos cinco años. Aprendí a remendar con gran habilidad, pues con ella debía coser mis dos únicos pantaloncillos, y también dos sudaderas. Contaba con poca ropa: una muda seca que me ponía en la noche para dormir, y otra que debido a las largas caminatas y trochas por las que me transportaba, permanecía empapada. La aguja también la utilizaba para remendar el toldillo, que continuamente era casi devorado por las hormigas arrieras. 

¡Ah!, el radio, el siempre y tutelar radio era todo. Si no tenía radio no tenía nada. Era mi vida. Gracias a un pequeño transistor viví conectado con mi familia. Escuchaba la voz de mi linda “Barquerita”, por ello titulé un poema “La diosa voz de mi amada”. También me estremecía escuchar la voz angustiada de mis hijos Mauricio y Juan Carlos, la de mis amigos, la de mis hermanos. Pero, además, gracias a ese aparato me enteré de la realidad de mi departamento y de todo lo que sucedía en la política. 

Fue a través de las voces de los periodistas Hernando Saldarriaga, Argemiro Rincón e Iván Góez, que me enteré de la muerte de Orlando Sierra, de Luis José Restrepo y de otros buenos amigos que se fueron en mi ausencia. 

A través de la radio -como dijo el también secuestrado Alan Jara- vi crecer, estudiar y graduarse a mis hijos; y también morir a muchos de mis amigos, mientras mi voz seguía atrapada en la selva, impotente e inerme. Sería interminable enumerar a las personas que escuché a través de este viejo y destartalado radio Sony de 12 bandas. Cuando se me dañaba,  le imploraba angustiado al comandante para que permitiera que el guerrillero “Pelusa” me lo arreglara. 

Mantenía ese radio siempre pegado, con esparadrapo; y le tenía adaptado un cable de 10 metros, al cual le amarraba una piedra o un tronco pequeño y lo lanzaba con fuerza a la copa de los árboles. 

Pero la ansiedad por escuchar los mensajes radiales que eran emitidos a las doce del día por Caracol Manizales era mi mejor medicina. Jamás tendré palabras para poder expresar completamente mi eterna gratitud por la labor que hizo Duván Marín Martínez, un gran hombre de la radio colombiana a quien mi familia y yo -por supuesto- apreciamos y le estaremos agradecidos siempre, por su solidaridad al prestarles sus micrófonos para que diariamente yo pudiera saber de ellos. 

A través de esos mismos micrófonos pude conocer los hechos noticiosos que ocurrían en el departamento de Caldas como el secuestro de mi hijo Juan Carlos, con las voces de los periodistas José Luis Zuluaga, Argemiro Rincón, Hernando Saldarriaga, Mariela Márquez, Reynel Llano e Iván Darío Góez. Sin ellos, no hubiese sido capaz de resistir ese tormentoso cautiverio. Sólo me resta tomar prestada la frase que escribió Adriano en sus memorias: “me satisface lo humano, porque allí encuentro todo, hasta la eternidad”.

 

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