Editorial
El Tiempo, Bogotá
Agosto 5 de 2009
Hoy se cumple un aniversario más de la fecha en que Colombia ratificó su adhesión al Tratado de Roma, que estableció la Corte Penal Internacional de La Haya (CPI). Ese 5 de agosto del 2002 el gobierno saliente de Andrés Pastrana -en acuerdo con el entrante de Álvaro Uribe- introdujo una salvaguarda de siete años por la cual el tribunal internacional sólo podría investigar crímenes de guerra perpetrados después de ese período.
La idea detrás de esta decisión radicaba en que los grupos armados ilegales contaran con la posibilidad de desarrollar un proceso de paz con el Estado colombiano sin el temor de eventuales requerimientos de la justicia penal internacional. Para sus promotores, la salvaguarda constituía un prerrequisito indispensable de las conversaciones de paz que se llevaran a cabo durante el primer mandato de Uribe. Sin embargo, ese "período de gracia" -calificado por sus críticos hace siete años como una licencia para la impunidad- ya se venció sin que los grupos guerrilleros entraran en ningún tipo de desmovilización, entrega de armas o proceso de diálogo. Los que sí negociaron durante ese tiempo fueron los líderes y bases combatientes de las Autodefensas bajo la Ley de Justicia y Paz.
El vencimiento de este plazo le abre las puertas en el país a la totalidad de los instrumentos de la CPI. El Estatuto de Roma contempla que este tribunal internacional se encargue de determinar las responsabilidades penales de individuos que cometan crímenes graves contra los Derechos Humanos: de guerra, de lesa humanidad y genocidio. Dentro de ellos se cuentan horrendas actividades que tristemente y desde hace tiempo forman parte de la cotidianidad de nuestro conflicto interno, como el reclutamiento de menores, ataques indiscriminados a la población civil, exterminio, uso de armas prohibidas, como minas; prostitución forzada, privación de la libertad y persecución de un grupo étnico, entre otros.
Además, la Corte Penal refuerza la jurisdicción universal: no tendrá limitaciones geográficas ni cronológicas y podrá juzgar a un criminal de guerra en cualquier parte del planeta. No obstante, debe respetar el principio de subsidiariedad: no remplazará a la justicia nacional, que tendrá primacía al juzgar este tipo de delitos. Solo cuando La Haya considere que los tribunales nacionales se han abstenido de procesar estos casos -es decir, que ha habido impunidad- o sean incapaces, comenzará a operar este mecanismo.
Sin lugar a dudas, la entrada en vigencia de la jurisdicción penal internacional en pleno introduce nuevos retos para las dinámicas del conflicto interno en Colombia. Al tiempo que se abre una herramienta adicional para evitar la impunidad e impartir justicia, podría dificultar el margen de maniobra del Gobierno para negociar la paz con los alzados en armas.
La experiencia con los paramilitares le ha demostrado al país el delicado y frágil balance entre los sacrificios que demanda la desmovilización y los castigos para los criminales de guerra que la sociedad exige. En especial, cuando los procesos de paz no se dan como resultado de la superioridad militar de una de las partes. En este escenario, cobra nueva vigencia la discusión sobre el escaso incentivo que para la cúpula guerrillera implica un diálogo de desmovilización que incluya inevitablemente un tiempo en prisión por los graves delitos cometidos.
¿Entenderán las Farc y el Eln las dimensiones y consecuencias de esta oportunidad perdida? La salvaguarda de la CPI fue una puerta para la paz que el Estado dejó abierta estos siete años y que poco les importó a los jefes guerrilleros. Sin la potencial 'zanahoria' de unos acuerdos generosos, sin prisión y con reconocimiento político, la vía de la paz por medio del diálogo y la negociación sufre un fuerte golpe.
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