El País, Cali
Junio 01 de 2009
Asombra el valor de Johan Steven Martínez. Más allá de los muchos kilómetros que caminó en Nariño este gladiador de 11 años, para exigirles a las Farc que pongan en libertad a su padre, el sargento del Ejército Libio Martínez, a quien sólo ha visto en fotografías, hay en sus gestos y declaraciones esa terrible madurez pronta que trae consigo la guerra.
Jamás vamos a poder medir el impacto del conflicto armado sobre los menores de edad de generaciones y generaciones colombianas levantadas en los últimos 40 años entre tiros y bombazos. Y mucho menos nos hemos detenido a pensar en tantos Johanes Stevenes que crecen en medio de la ausencia de sus padres, perdidos en la niebla del secuestro, de la desaparición o de la muerte.
Son huérfanos a los que, tarde o temprano, esa misma sociedad apática vuelve a encontrarse con el paso del tiempo, ya sea por las buenas o por las malas. Fruto de la tenacidad, como en el caso de Johan Steven. O del rencor y de la desesperanza, en quién sabe cuántos ejemplos de recicle de la violencia.
Y mientras Johan Steven nos enseña con sus pasos firmes día y noche y la guerrilla no sale de sus oídos sordos, vale la pena pensar en los niños de ese extraño mundo llamado ‘monte’. No sólo aquellos que terminan con un fusil al hombro, combatientes hechos carne de cañón por orden de los comandantes que los reclutaron a la fuerza o los engancharon con falsas ilusiones hasta hacerlos prisioneros por siempre.
Porque hay otros: los hijos de las guerrilleras. ¿Qué pasa con ellos? ¿Dónde están? Hace varias semanas tuve la oportunidad de sostener una larga conversación con una mujer que decidió dejar las armas. Su vida la hizo allí, desde el mal día en que las Farc pasaron por un pueblito de Santander pidiendo una cuota (un hijo) por familia. De eso hace más de quince años.
Entonces, era una niña. Antes de un año, ya estaba embarazada de un compañero. Cuando se dio cuenta, le faltaba poco para dar a luz, así que no la pudieron obligar a abortar. El jefe de la columna ordenó dejarla con una familia que habitaba cerca de los caminos por donde acostumbraban transitar. Debía parir y reintegrarse pronto. A los pocos días pasaron a recogerla. Sólo a ella, el niño quedó allí. Ya llegarían indicaciones sobre qué hacer con él.
Volvió a las carreras y a los miedos. Una vez la hirieron y la mandaron a recuperarse a Bogotá. Allí conoció lo que es una sala de cine. Vio Juana de Arco y se maravilló tanto que ahora quiere saber todo sobre ella. Más adelante estuvo a las órdenes del ‘Mono Jojoy’ y supo de sus debilidades, desde la diabetes que se lo devora de a pocos hasta la copa de coñac Rémy Martin que no le puede faltar. Ahí, como soldada con cierto mando, se volvió a enamorar y tuvo un segundo hijo. Ahora está junto a él.
¿Qué pasó con el primer hijo? Pues que hoy es un adolescente. Siempre, durante tantos años duros, estuvo en su mente y en su corazón. Madre es madre, ¿no? Por eso, una vez salió de la pesadilla de disparar, agacharse y correr, preguntó por él. Y lo localizó. Cuando lo tuvo en frente, quiso darle un abrazo. Él prefirió mirar para otro lado. No sé qué ha pasado en los últimos dos meses, pero espero que las cosas hayan cambiado para bien.
La guerra no sólo mata la verdad. También nos hereda estas generaciones de hijos de nadie, hijos que, créalo o no, son como los suyos o los míos.
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